Imagina esto: estás en Baviera, Alemania, en un restaurante lleno de platillos con nombres que suenan como trabalenguas: käsespätzle, knödel, blaukraut, sauerbraten. La persona que te acompaña te describe cada uno con entusiasmo: uno tiene carne, otro tiene papas, otro tiene algo que parece queso, pero no estás seguro. Todo suena delicioso, pero también completamente desconocido. De repente, te invade una sensación extraña. No es hambre, no es indecisión… es angustia. Esa sensación de que, por más que elijas, algo siempre se quedará en el tintero. ¿Y si elijo algo que no me gusta? ¿Y si me quedo con la sensación de que pude haber elegido algo mejor? ¡El verdadero terror de los amantes de la buena comida!
Resulta que esta angustia no es solo cosa tuya. Hace más de un siglo, un filósofo danés llamado Søren Kierkegaard ya hablaba de ella. Lo llamó el “mareo de la libertad”, esa sensación de vértigo que aparece cuando te das cuenta de que eres libre de elegir, pero también de equivocarte. Y, créeme, eso aplica tanto a decisiones existenciales como a elegir entre un krapfen, un brezel o algo que ni siquiera sabes pronunciar.
Ante todo, confías plenamente en la persona que te está ayudando a elegir. Te dice: “Este platillo es increíble, te va a encantar”. Y tú, con fe ciega, asientes y piensas: “¡Perfecto, lo probaré!”. Y sí, el platillo käsespätzle resulta ser una delicia. Te sientes triunfante, como si hubieras conquistado la cocina alemana, pero tu acompañante sonriente dice: “Está bien, pero hay platillos mucho mejores. Espera a probar el auténtico sauerbraten o un knödel”.
Al día siguiente, vuelves a otro restaurante, y la historia se repite. Nombres extraños, descripciones tentadoras, y esa misma angustia de no saber qué elegir. Esta vez pruebas algo diferente, y ¡sorpresa! Es aún más rico que lo del día anterior. Ahora te preguntas: “¿Qué habrá mañana? ¿Habrá algo aún mejor? ¿Debería haber probado esto desde el principio?”
Kierkegaard decía que la angustia no es miedo a algo concreto, como un perro que te ladra o un examen sorpresa. No, la angustia es más sutil. Es la sensación de estar suspendido en un infinito de posibilidades, donde cada elección no solo significa lo que eliges, sino todo lo que descartas. Es como tener un menú infinito donde cada platillo representa un universo de experiencias no vividas. La libertad no es un premio, es una carga. Cada decisión es un pequeño acto de muerte: mueren las opciones que no elegiste, los caminos no recorridos.
Pero aquí está el chiste: según Kierkegaard, la angustia no es del todo mala. De hecho, es necesaria. Es como un recordatorio de que eres libre, de que puedes elegir tu propia aventura. Claro, a veces esa libertad se siente como cuando estás frente a un menú lleno de palabras que no entiendes, pero confías en que alguien te guíe. Y, al final, la angustia es lo que te empuja a dar el paso, a arriesgarte, a vivir.
Así que, la próxima vez que te sientas paralizado frente a un menú, recuerda: cada elección es un acto de libertad. La angustia no es una parálisis, es el momento justo antes de transformar la posibilidad en realidad. Cada platillo que eliges no solo satisface tu hambre, sino que revela quién eres en ese preciso instante. Y si te equivocas, no importa. Pero en ese error también hay libertad, en ese riesgo también hay verdad.