Categoría: Filosofía

Por: ANTONIO SALVADOR FLORES FLORES / Fecha: noviembre 20, 2025

Imagen generada con IA

El duelo es una reconfiguración del sentido. A través del silencio y la presencia, el lenguaje se purifica y el amor encuentra nuevas formas de decir lo que la pérdida dejó sin palabras.

Hay instantes en los que el lenguaje se quiebra. La muerte, la ausencia o la desaparición nos colocan ante un umbral donde el habla se interrumpe y el tiempo parece suspendido. El duelo comienza en esa fractura: no por la falta de palabras, sino porque las que conocemos ya no son capaces de contener lo que sentimos.

Desde la psicología, el duelo suele entenderse como una reacción emocional frente a la pérdida; sin embargo, la hermenéutica lo concibe como un proceso de reconfiguración del sentido. Ricoeur (1990) señala que la identidad humana se teje narrativamente: somos los relatos que construimos de nosotros mismos. Cuando alguien muere o se ausenta, la historia se fragmenta; la continuidad narrativa se rompe. El duelo es entonces el intento de reescribir la vida desde ese vacío, de hallar nuevas formas de narrar donde el silencio domina.

Pero el dolor no obedece al ritmo del discurso. Mientras la sociedad exige explicaciones o rituales de cierre, el cuerpo recuerda por su cuenta. Olores, lugares, gestos y fechas retornan como fragmentos de un relato disperso. Las frases comunes —“el tiempo lo cura todo”, “tienes que ser fuerte”— lejos de aliviar, pueden violentar la herida. Butler (2006) advierte que la pérdida desestabiliza al yo, recordándole su dependencia del otro. El duelo no se supera; se habita.

En la práctica terapéutica, habitar el duelo implica acompañar sin apresurar. Ricoeur (2004) denomina a este proceso “memoria herida”: un trabajo ético que consiste en recordar sin fosilizar. Acompañar no significa interpretar el sufrimiento, sino ofrecer presencia, sostener el espacio donde la palabra renace lentamente hasta que la ausencia encuentre morada simbólica.

El silencio, en este contexto, deja de ser vacío y se vuelve lenguaje. A veces no se trata de hablar, sino de permanecer junto al otro mientras su mundo se reconstruye. Levinas (1991) nos recuerda que la responsabilidad no surge de la comprensión racional, sino del rostro que interpela. Así, el duelo también es un llamado ético: reconocer en la pérdida una forma radical de relación.

El duelo no destruye el lenguaje: lo transforma. Nos enseña a hablar de modo más frágil y verdadero. En el balbuceo posterior al llanto, en la palabra que apenas nace, se insinúa un nuevo sentido. Cuando el decir se agota, el amor continúa comunicándose —en una mirada, un gesto, o la simple decisión de quedarse.

Referencias

Butler, J. (2006). Vida precaria: El poder del duelo y la violencia.  Paidós.
Levinas, E. (1991). Ética e infinito.  Arena Libros.
Ricoeur, P. (1990). Sí mismo como otro. Siglo XXI.
Ricoeur, P. (2004). La memoria, la historia, el olvido. Trotta.