Categoría: Filosofía

Por: ROLANDO ANTONIO CORDOVA TECO / Fecha: diciembre 22, 2025

¿La libertad es la ausencia de ataduras externas o la conquista interna de pensar sin miedo y cuestionarlo todo?

Durante los últimos dos años, Comitán de Domínguez, Chiapas, ha sido el escenario de un singular encuentro: un grupo reducido de personas, entre las que hay filósofos, poetas, psicólogos, médicos, docentes y estudiantes, se congrega para sostener charlas filosóficas. Su propósito común es la búsqueda de la verdad a través del cuestionamiento de la realidad y la reflexión crítica sobre los apremiantes problemas actuales.

Hay conversaciones que nacen como una chispa y terminan encendiendo un fuego más profundo, conversaciones donde las palabras no buscan imponer, sino comprender, donde el silencio también habla y el pensar se convierte en una forma de encuentro. En “Vos Pensante” nos reunimos precisamente para eso: para explorar las preguntas que parecen simples, pero que esconden en su interior la complejidad de lo humano. Aquella tarde, la pregunta que nos convocó fue tan vieja como necesaria: ¿tiene límites la libertad de expresión?

Comenzar a pensar la libertad no es tarea fácil, porque su sentido se diluye en el uso cotidiano. Se dice que todos somos libres para hablar, pero rara vez nos detenemos a pensar qué significa realmente ejercer esa libertad. A veces, hablar sin pensar es tan limitante como callar por miedo. Descubro que expresarse no es simplemente articular palabras, sino elegir con cuidado aquello que uno decide poner en el mundo, porque cada palabra lleva una carga emocional, un fragmento de intención, un eco que no siempre sabemos medir. Aprender a expresarse, más que un derecho, parece ser una responsabilidad.

Mientras las ideas se entrelazan, recuerdo una observación que resuena con fuerza: en la sociedad actual, lo que más se propaga no siempre es lo más valioso. Olivia menciona que lo que causa morbo se difunde con facilidad, y esa afirmación despierta una reflexión colectiva. ¿Qué tipo de libertad ejercemos cuando el ruido se confunde con la expresión? Quizá hemos confundido el derecho a hablar con el deseo de ser escuchados a toda costa. Vivimos rodeados de voces, de pantallas, de opiniones que buscan impacto antes que sentido, y en medio de ese bullicio la palabra pierde su peso, la comunicación se vuelve espectáculo, y lo que alguna vez fue un puente hacia el otro se transforma en una barricada.

Pensar en eso me lleva a reconocer que la libertad de expresión no puede desligarse de la conciencia. No se trata de censurar el pensamiento, sino de comprender que la palabra tiene consecuencias, que decir algo no termina en quien lo dice, sino que se proyecta sobre quien lo recibe. Hablar es un acto de creación, pero también puede ser un acto de destrucción. Las palabras hieren, transforman, liberan o confunden; su poder radica en que no son solo sonidos, sino prolongaciones de nuestra mente y de nuestro estado emocional. Por eso Gabi tenía razón al recordar que lo importante no es solo lo que se dice, sino desde dónde se dice. Expresarse con madurez significa saber que el lenguaje tiene una raíz ética: que decir algo implica hacerse responsable de su efecto, y que no toda sinceridad es bondad si está desprovista de empatía.

En ese punto de la conversación, pienso en cómo la libertad se malinterpreta tantas veces como ausencia de límites, cuando en realidad su esencia radica en el equilibrio. Ser libre no significa poder decir cualquier cosa, sino poder decir lo que uno piensa con respeto, con conciencia del otro. La libertad absoluta, sin reflexión, se convierte en agresión; y la censura, en silencio impuesto. Entre esos dos extremos habita la posibilidad de una libertad lúcida, una libertad que nace de la comprensión y no de la reacción.

Recuerdo entonces las palabras de Xalli, pronunciadas con calma: “Estoy de acuerdo en no estar de acuerdo”. En esa frase parece resumirse todo el espíritu del diálogo. La verdadera libertad no consiste en convencer, sino en convivir con la diferencia. Hablar sin imponerse, disentir sin destruir, abrir espacio al pensamiento ajeno sin renunciar al propio. Esa capacidad de sostener el desacuerdo sin odio es quizá la prueba más alta de madurez humana. Solo cuando aceptamos que el otro ve desde otro punto, podemos reconocernos a nosotros mismos con mayor claridad.

A medida que la charla avanza, noto que todos coincidimos en algo: la expresión está profundamente vinculada con la emoción. Hablar no es un acto neutral; en cada palabra se cuela una emoción, una herida, una alegría o una frustración. Por eso, a veces, la libertad de expresión no se pierde por prohibición externa, sino por desorden interior. Aprender a expresarse es también aprender a canalizar lo que sentimos, a darle forma comprensible a lo que nos desborda. Quizá no haya libertad más profunda que poder decir lo que uno siente sin lastimar a quien escucha.

Y mientras la tarde se apaga, me doy cuenta de que hablar no es tan simple como parece. La libertad de expresión no es solo un derecho político o social, sino una forma de autoconocimiento. En cada palabra elegida revelamos quiénes somos y en qué creemos. Pensar antes de hablar no es censura, sino respeto por el lenguaje y por el otro. Expresarse con verdad no es soltarlo todo sin filtro, sino encontrar el modo de que lo dicho nazca de la reflexión, no de la reacción.

Salgo del encuentro con una sensación serena. Comprender que la libertad de expresión no está en decirlo todo, sino en decir lo que tiene sentido, lo que construye, lo que busca comprender. Quizá, al final, expresarse no sea tanto hablar, sino aprender a escuchar: escuchar al otro, al silencio, a uno mismo. Y pienso que esa escucha es, en el fondo, la forma más humana de libertad.