Categoría: Filosofía

Por: ROLANDO ANTONIO CORDOVA TECO / Fecha: diciembre 29, 2025

¿Es la vejez la peor etapa de la vida o simplemente una etapa más que se debe saber vivir y culminar?

En el vasto y a menudo tempestuoso océano del pensamiento de Arthur Schopenhauer, su obra final, “Parerga y Paralipómena”, representa un archipiélago singular donde el filósofo del pesimismo despliega una sabiduría práctica que culmina en su reflexión sobre el arte de envejecer. Lejos de la mera resignación, Schopenhauer teje aquí una filosofía de la reconciliación, un manual para navegar el ocaso de la existencia no como una derrota sino como una liberación gradual y una victoria del espíritu sobre las ciegas fuerzas de la voluntad. Para comprender la profundidad de este arte, es indispensable situarlo en el contexto de su metafísica central, donde el mundo es representación y, en su núcleo, voluntad: un impulso ciego que se manifiesta en un perpetuo ciclo de deseo y sufrimiento. La juventud es la época en la que el individuo está más encadenado a esta voluntad, embriagado por la energía de la vida y engañado por la promesa de que el mundo puede colmar sus anhelos. Sin embargo, esta es una carrera destinada al fracaso, pues como afirma el propio Schopenhauer, “la vida de la mayoría de los hombres es sólo un perpetuo forcejeo por la existencia misma, con la certidumbre de perderla al final”. La vejez, entonces, se revela no como el problema sino como el principio de la solución, el proceso natural mediante el cual el cuerpo, instrumento de la voluntad, comienza a debilitarse y con ello se atenúan los ardores de los apetitos, abriendo la puerta a una emancipación intelectual y espiritual que otros pensamientos ayudarán a dimensionar.

El arte de envejecer consiste fundamentalmente en una transición dialéctica de lo externo a lo interno, del mundo de las apariencias al reino de la esencia pensante. Schopenhauer lo expresa del siguiente modo: en la juventud partimos hacia el mar abierto con la esperanza de encontrar tierras maravillosas, mientras que en la vejez regresamos al puerto, arriando velas, y cuanto más nos acercamos a la orilla, más reconocemos que el verdadero refugio ha estado siempre dentro de nosotros. Esta interiorización encuentra un fascinante paralelismo en la psicología del desarrollo de Erik Erikson. Para Erikson, la última etapa de la vida presenta el conflicto psicosocial entre la integridad del yo y la desesperación. Una vejez lograda implica llegar a un acuerdo con el ciclo único que ha sido la propia existencia, aceptando lo vivido como algo que necesariamente debía ser así. Quien lo consigue, alcanza la virtud de la sabiduría. Erikson afirma que el individuo integrado “reconoce que su vida es su propia responsabilidad” y que solo al final “puede aceptar el hecho de que su tiempo es ahora limitado, y enfrentarse a la muerte con dignidad”. Esta integridad eriksoniana es el análogo psicológico de esa serenidad schopenhaueriana que nace de haber disuelto las ilusiones y de haber cesado la lucha contra lo irrevocable, una paz profundamente ganada tras una vida de experiencia.

Y en contraste con este pesimismo que caracteriza al filósofo alemán, para Sigmund Freud, el proceso de envejecer está intrínsecamente ligado a su concepto de la pulsión de muerte (thanatos), esa tendencia inherente a todo organismo a regresar a un estado inorgánico, a la quietud. Mientras la juventud está dominada por Eros, la fuerza de la vida que busca la unión y la creación, la vejez sería el escenario donde la pulsión de muerte gana una presencia más patente. El consejo schopenhaueriano de desapegarse de los lazos mundanos y retirarse a la soledad podría interpretarse, en clave freudiana, como una manifestación de este retorno gradual a uno mismo. No obstante, Freud era menos optimista sobre la posibilidad de una vejez feliz, advirtiendo sobre la rigidez mental y la melancolía que surgen de las pérdidas acumuladas. Mientras Schopenhauer celebra el enfriamiento de las pasiones como una liberación, Freud observa en ello el riesgo de un empobrecimiento afectivo y un alejamiento de la realidad, mostrando así los posibles límites de su propuesta.

Frente a estas visiones que enfatizan la aceptación o el retiro, la filosofía de Nietzsche irrumpe con un tono diametralmente opuesto, un desafío radical a la resignación de Schopenhauer. Para Nietzsche, la vida debe ser afirmada en su totalidad, incluido el sufrimiento y la decadencia, con una voluntad de poder que dice “sí” a todo lo acontecido. Su concepto del eterno retorno “la idea de que viviríamos la misma vida, con sus mismos padecimientos y alegrías, una y otra vez por toda la eternidad” es la máxima prueba de amor a la existencia. Desde esta perspectiva, una vejez nietzscheana no sería un mero “arte de soportar” sino un “arte de culminar”. No se trataría de refugiarse en la interioridad por agotamiento, sino de seguir creando y proyectando significado hasta el último aliento, de vivir de tal modo que uno estuviera dispuesto a repetir su vida infinitamente. Donde Schopenhauer ve la quietud del puerto, Nietzsche proclamaría la necesidad de zarpar una y otra vez, incluso con el barco maltrecho. La vejez, en lugar de ser la época de la desilusión, debería ser la de la gran salud, la de la sabiduría que no renuncia a la tierra sino que la transfigura. Es la etapa para ejercer lo que él llamaba amor fati: “que uno no quiera tener nada distinto, ni hacia atrás, ni hacia delante, ni por toda la eternidad. No solo soportar lo necesario, y menos aún disimularlo… sino amarlo”.

Al entrelazar estas voces, el paisaje de la vejez que Schopenhauer esbozó con tanta maestría en “Parerga y Paralipómena” se revela con una complejidad extraordinaria. Su propuesta de una serenidad ganada a través del desapego y la interiorización no se anula, sino que se dimensiona al dialogar con la integridad de Erikson, la pulsión de muerte de Freud y la afirmación vital de Nietzsche. Schopenhauer se muestra así como un camino posible, mas no el único, hacia un ocaso significativo y donde envejecer se configura como una última y gran obra personal, una composición que cada individuo escribe con los materiales de su carácter, sus circunstancias y su filosofía de vida, decidiendo desde la sabiduría.