Categoría: Historia

Por: MELVI PINO FAN / Fecha: septiembre 4, 2025

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Un tratado sobre moda, colonialismo cultural y falta de ropa interior.

Mi primera parada en Edimburgo —inesperada, como esos giros del destino que terminan escribiendo crónicas— me dejó frente al monumento a Walter Scott en Princes Street. Una torre de 61 metros que parece un pastel de boda gótico, donde el escritor y su perro Maida observan una ciudad que él ayudó a convertir en fantasía. Turistas trepan sus 287 escalones sin saber que están rindiendo homenaje al hombre que reinventó la identidad escocesa con la fuerza de su pluma.

Pocas figuras han moldeado el alma de un país como Scott lo hizo con Escocia. Antes de ser abogado, poeta o novelista, fue un niño cojo que pasaba veranos en las Borders escuchando historias de clanes, batallas y fantasmas. Aquellas leyendas, susurradas junto al fuego por ancianas que aún recordaban el levantamiento jacobita, germinaron en su imaginación hasta convertirse en las novelas que cambiarían la percepción del mundo sobre los escoceses.

Waverley, publicada anónimamente en 1814, desató una fiebre por todo lo escocés —y empezando por mí, confieso— que aún no se ha curado. Sus páginas revivieron un pasado heroico y romántico que sedujo a una Europa cansada de racionalismo. Scott había creado una nueva Escocia en el imaginario colectivo, tan potente que acabó suplantando a la original. Ahora todos buscamos fantasmas en castillos donde quizás solo haya humedad, y perseguimos monstruos en lagos que probablemente solo esconden turistas ahogados intentando fotografiar lo inexistente.

Mientras rodeaba su monumento, pensaba en la ironía: un hombre que nunca abandonó su amor por el Imperio Británico, convertido en el padre del nacionalismo cultural escocés. Un conservador que, paradójicamente, rescató y reinventó las tradiciones de un pueblo que el progreso amenazaba con borrar. Scott transformó elementos culturales casi olvidados —el tartán, la gaita, las danzas de las Highlands— en símbolos de una identidad nacional que hoy resulta inconfundible, pero que en gran medida fue imaginada entre las páginas de sus novelas y poemas.

El verdadero genio de Scott no fue literario, sino antropológico: comprendió antes que nadie que las naciones no se construyen con batallas, sino con estereotipos vendibles. Tomó los jirones de una cultura que Inglaterra había sistemáticamente aplastado – los tartanes prohibidos tras el 45, las gaitas consideradas “armas de guerra”, los clanes diezmados – y los convirtió en el kit de supervivencia identitaria de Escocia. Su obra maestra no fue Waverley, sino haber convencido primero a los escoceses y luego al mundo de que esta invención romántica era la auténtica Escocia.

Y es aquí dónde entra el mismísimo rey Jorge IV, tras leer Waverly en 1815 descubrió que amaba una Escocia que jamás había pisado. Scott le había vendido la fantasía perfecta: highlanders nobles como ciervos rojos, castillos cubiertos de niebla poética, y una lealtad al rey que, en la vida real, llevaba décadas extinguiéndose. El soberano, siempre ávido de nuevos decorados para su teatro personal, decidió que debía posar como protagonista de esa novela. ¿Qué mejor manera de unificar un reino fracturado que interpretar el papel de padre de todos los británicos. La oportunidad llegó en 1821, cuando Scott —convertido ya en el primer influencer cultural de la historia— recibió una carta real. Jorge quería “experimentar la auténtica Escocia”, o al menos una versión que no exigiera dejar de comer pastel de carne ni beber coñac francés. El escritor, consciente de que su obra maestra de relaciones públicas podría borrar siglos de resentimiento (o al menos distraer de ellos), diseñó un guión impecable: el primer “Royal Visit” a Escocia en 171 años no sería una visita de Estado, sino una puesta en escena donde el monarca interpretaría al jefe de los clanes.

El día que Jorge IV pisó Edimburgo, hasta las piedras debieron contener la risa. El monarca, convencido por Walter Scott de que podía pasar por un auténtico highlander, se preparó para su gran debut.

Acto I: El Vestuario

El rey, cuya silueta recordaba más a un tonel de jerez que a un guerrero de las Highlands, se enfundó en un kilt de tartán “real” (diseñado por un sastre londinense que jamás había estado en Escocia). El problema no era solo que el tejido brillaba como oropel de teatro, sino que Jorge, en un arrebato de “autenticidad”, decidió prescindir de ropa interior. Así, con cada paso por la Royal Mile, el viento escocés —siempre dispuesto a sabotear a los ingleses— jugaba a revelar más de la monarquía de lo que el protocolo permitía.

Acto II: El Desfile de los Clanes

Para completar la escena, Scott había reclutado a los descendientes de los mismos clanes que Jorge III había perseguido. Allí estaban, con sus tartanes recién comprados (la prohibición solo se había levantado 40 años antes), marchando detrás de un rey que no podía subir una cuesta sin resoplar. Los highlanders, educados, mantenían la compostura. Las highlanders, más listas, se tapaban los ojos.

Acto III: El Banquete

En el castillo de Dalkeith, Jorge ofreció un festín donde él fue, sin duda, el plato principal. Entre brindis con whisky (que él diluía en agua de rosas), el monarca intentó hablar gaélico. El resultado sonó como un gato pisado, pero Scott, rápido como un editor salvando un manuscrito, aplaudió: “¡Qué dominio de nuestras tradiciones, Su Majestad!”.

Epílogo: El Legado

Cuando Jorge partió, Edimburgo suspiró aliviada. Pero el verdadero triunfo fue de Scott: había convencido al mundo de que un rey inglés podía ser escocés… al menos mientras durara la borrachera de la fantasía. Hoy, cada vez que un turista compra una bufanda de tartán “antiguo” hecho en China, el espíritu de Jorge IV sonríe. Y probablemente se ajusta el kilt.

Hoy, el tartán de Jorge IV se conserva tras un cristal antiburlas en el Museo Nacional de Escocia. Nadie se atreve a decir en voz alta lo obvio: que es el disfraz más caro de la historia, y el chiste más duradero de la monarquía británica. Walter Scott, en su monumento, sigue mirando hacia otro lado.