Categoría: Cultural, Historia, Literatura

Por: MELVI PINO FAN / Fecha: septiembre 22, 2025

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Edimburgo y las historias oscuras en sus adoquines

Me imaginaba cómo sería caminar por las calles de Edimburgo. Durante años, cautivada por fotos y videos de redes sociales, nunca me detuve a leer sobre las historias ocultas entre sus adoquines. Así que cuando por fin bajé del tranvía en Princes Street, la ciudad me atrapó entre sus pasajes secretos y misterios de siglos.

Al principio, tuve miedo de perderme en sus callejones estrechos, pero con los días, me sentí como Sherlock Holmes descifrando un gran libro de leyendas urbanas. Cada piedra, cada esquina de la Royal Mile parecía guardar secretos que la gente local conocía, pero que para mí estaban ocultos. Fue durante una tarde lluviosa, resguardándome bajo un toldo en Grassmarket —antiguo lugar de ejecuciones públicas— cuando realmente comenzó mi fascinación por las historias oscuras de Edimburgo. Y entonces, apareció Maggie Dickson.

El nombre lo leí en un bar de puerta verde olivo-u-olvido con letras amarillas desgastadas. No me llamó la atención hasta que escuché a un grupo de turistas murmurar: “Mira, el bar de Maggie, la chica que fue colgada y sobrevivió.”

Como buena yucateca —en mi tierra, el chisme es deporte nacional. Si no sabes qué hizo el vecino, es porque tú eres el protagonista del chisme—, me preparaba para buscar la historia en mi teléfono cuando un guía turístico gritó: “¡Y aquí tenemos el famoso bar de Maggie Dickson!”

Me acerqué al grupo, atraída por la historia como un imán. En Yucatán decimos que la curiosidad mató al gato, pero en Edimburgo parece que ni la muerte puede con ella. Así que, con ese dicho resonando en mi cabeza, me dejé envolver por el relato de esta mujer que desafió hasta la propia muerte.

Corría el año 1724 (sí, investigué después), y Maggie era una joven esposa cuyo marido, un pescador, simplemente desapareció un día. En esa época, eso solo significaba dos cosas: o eras una bruja que había matado a su esposo o ¡eras una bruja! Y tu esposo te había abandonado por ello.  

Maggie, sabiendo que pronto llegarían las preguntas y una probable sentencia, huyó a las afueras de Edimburgo y consiguió trabajo en una posada. Allí, nadie sabía quién era, poco a poco se ganó el cariño de sus jefes y la cosa comenzó a pintar mejor hasta que se dio cuenta de que estaba embarazada.

¿Y qué tiene de raro, verdad? Sí, lo mismo pensé, pues resulta que…

El padre no era otro que el hijo de su jefe, un muchacho de apenas quince años. Y… ¿Cómo una mujer como ella lograría seducir a un inocente?

DIN DIN DIN DIN

“Solo una bruja podría hacer algo así”, o al menos eso creían. (Qué bueno que ahora no es considerado un acto de brujería)

Maggie volvió a huir, como siempre lo había hecho. Débil y casi en los huesos, en soledad dio a luz a un bebé que nació sin vida.

En un acto desesperado, lo envolvió en un trozo de tela y decidió darle cristiana sepultura en el río. Pero un carruaje pasó en ese momento. Al verla, inmediatamente la acusaron. “Infanticidio. Brujería”. No hubo juicio justo, solo el veredicto de una muchedumbre sedienta de espectáculo.

En el Edimburgo del siglo XVIII, las ejecuciones eran eventos públicos, festines de sangre y cerveza. La plaza se llenaba de manteles, mesas, vendedores de pan, cerveza y por supuesto whisky, mucho whisky. Los niños correteaban, los adultos bailaban y la música de gaitas llenaba el aire como si fuera un día de fiesta.

Ese día, colgaron a varios condenados antes que a Maggie. El verdugo, un hombre robusto, trabajaba rápido, casi sin mirar. Una patada al taburete, un crujido sordo, y el siguiente ahorcado. De fondo, tarros sonando en el brindis, bailando el famoso reel —no, no esos reels de Instagram donde la gente hace coreografías en pijama; hablamos del baile escocés que parece una pelea de borrachos contra abejas—, aplausos, y voces coreando para animar al asesino a que subiera a otro ser humano.

Cuando le tocó a Maggie, la multitud gritó emocionada. La soga casi parecía más gruesa que su propio cuello, se ajustó, el taburete cayó y su cuerpo se sacudió antes de quedar inmóvil. La gente, satisfecha, empezó a recoger sus cosas. El verdugo ayudó a desmontar el patíbulo, subieron los cuerpos sin vida a un carruaje listos para ser transportados a la fosa común.

Pero entonces, a medio camino, el conductor del carruaje que llevaba los cuerpos escuchó un golpe. Era Maggie. Tosía, jadeaba, con la marca de la soga en el cuello, pero viva.

El conductor, irritado, cerró la puerta del carro, regresó lo más rápido que pudo y le gruñó: “¡Al menos termina tu trabajo! No puedo llevármelos a medio hacer”. La multitud quedó paralizada, Maggie se había salvado y definitivamente ese acto solo demostraba que ella ¡era una bruja! Emocionados ante el giro inesperado, volvieron a montar todo el escenario. Sacaron más whisky, más pan, más manteles. ¡Era un doble espectáculo!

Pero entonces, un joven estudiante de Derecho de la Universidad de Edimburgo se abrió paso entre la gente.

—¡Alto! —gritó—. No pueden colgarla otra vez. La ley dice que su castigo ya fue cumplido. Si lo hacen, serán ustedes los asesinos y también serán condenados por ello. La muchedumbre refunfuñó, pero la lógica era irrefutable. Maggie fue liberada.

Nadie se lograba explicar cómo Maggie había sobrevivido. Hasta que un médico pareció hallar la respuesta, Maggie estaba tan flaca y con los músculos del cuello tan tensos que la horca no alcanzó a cumplir su propósito. Así que decidieron que, antes de colgar a cualquier acusado, primero le darían un trago de whisky para relajar sus músculos.

Se dice que uno de los bares más famosos fue donde se llevaba a los acusados y que por eso podemos ver la disposición de dos puertas completamente separadas. The last drop (La última gota o el último trago), ubicado a pocos metros de donde estaba el patíbulo. El nombre es un juego de palabras macabro: se refiere tanto a la última bebida que los condenados tomaban antes de su ejecución como a su “última caída” en la horca. Hasta hoy, los turistas brindan (brindamos) allí, quizás sin saber que están honrando una tradición surgida de la tragedia.

Los años siguientes para Maggie no fueron fáciles. La llamaban Half-Hangit Maggie (Maggie, la medio ahorcada), y muchos seguían mirándola con recelo, convencidos de que había algo sobrenatural en ella. Algunos evitaban cruzarse en su camino; otros le pedían bendiciones o maleficios en susurros. Pero Maggie había aprendido que la vida —incluso después de la muerte— era demasiado valiosa para desperdiciarla en resentimientos. El bar se convirtió en un refugio para los marginados, para aquellos que, como ella, habían sido juzgados injustamente por la sociedad. Y mientras servía pintas de cerveza oscura, compartía su historia con quien quisiera escucharla, convirtiendo su tragedia en lección y, finalmente, en leyenda

Maggie y aquel estudiante de derecho que la defendió, unidos por la tragedia, terminaron enamorándose. Él le regaló un bar frente a la misma plaza donde casi muere, con un departamento arriba. Puedo imaginarme a Maggie cada vez que había una ejecución pública, mirando desde la ventana, whisky en mano, riendo y gritando “¡Tranquilos, hasta de la muerte se sale!”