En la actualidad, el estoicismo ha ganado una popularidad sin precedentes, pero ¿estamos realmente entendiendo esta antigua filosofía? Muchos han reducido esta rica tradición filosófica a un simple “no dejes que nada te perturbe”, promoviendo una especie de indiferencia emocional que raya en la apatía. Esta interpretación superficial sugiere que ser estoico significa no mostrar emociones, mantener una actitud fría ante la vida y permanecer impasible incluso en situaciones que deberían conmovernos. ¿Es esto realmente lo que enseñaron Zenón, Epicteto, Séneca y Marco Aurelio? La respuesta es un rotundo no.
El verdadero estoicismo no busca eliminar las emociones, sino cultivar un carácter virtuoso que nos permita responder adecuadamente a las circunstancias. El primer principio fundamental es la distinción entre lo que podemos controlar y lo que no (en griego, “prohairesis” y “aprohairesis”). Epicteto enseñaba: “Algunas cosas están bajo nuestro control y otras no”. Un ejemplo contemporáneo: no podemos controlar si llueve y arruina nuestros planes al aire libre, pero sí podemos controlar nuestra reacción ante este hecho. El estoico no se frustra inútilmente, sino que adapta sus planes con ecuanimidad, sin que esto signifique que no sienta cierta decepción.
El segundo fundamento estoico es la práctica de la virtud como único bien verdadero. Para los estoicos, la virtud (areté) se manifiesta a través de la sabiduría, el valor, la justicia y la moderación. Marco Aurelio, emperador y filósofo, gobernaba un imperio mientras procuraba ser justo y virtuoso. Cuando enfrentaba decisiones difíciles, no era por indiferencia que mantenía la calma, sino porque entendía que el valor moral de sus acciones dependía de la virtud con que las ejecutara, no de los resultados externos que pudiera conseguir. Un ejemplo moderno sería el profesional que mantiene sus principios éticos, incluso cuando hacerlo podría costarle oportunidades de avance en su carrera.
El tercer principio es el “amor fati” o amor al destino. Contrario a la noción de simple resignación pasiva, este concepto implica una aceptación activa de lo que no podemos cambiar, transformando los obstáculos en oportunidades. Séneca escribió: “El destino guía a quien lo acepta y arrastra a quien se resiste”. El ejemplo de una persona que, tras perder su empleo, en vez de hundirse en la autocompasión, utiliza esa circunstancia para reinventarse profesionalmente, refleja este principio. No es que no sienta tristeza o preocupación, sino que canaliza esas emociones hacia una respuesta constructiva.
El cuarto fundamento es la “oikeiosis” o familiaridad, que impulsa a los estoicos a sentirse conectados con toda la humanidad. Hierocles, filósofo estoico, proponía el ejercicio de visualizarnos en círculos concéntricos de preocupación, expandiendo gradualmente nuestra empatía desde nosotros mismos hacia toda la humanidad. Un ejemplo moderno sería el voluntario que trabaja ayudando a extraños en situaciones de desastre, no por insensibilidad ante el sufrimiento, sino precisamente porque lo siente profundamente y entiende su conexión con esos “otros”. El quinto y último fundamento es la práctica de la atención plena o “prosoche”, el estar presente y consciente de nuestras impresiones antes de actuar impulsivamente. Un ejemplo sería el padre que, ante la rabieta de su hijo, en lugar de reaccionar con enojo, hace una pausa para examinar la situación con claridad antes de responder. El estoicismo no nos pide ser indiferentes ante nuestros hijos, sino responder a ellos con virtud y sabiduría.