Me senté en una banca del Old College de Edimburgo atrapada por la belleza de cada una de sus ventanas, de sus arcos neoclásicos y de su cúpula dorada que parecía brillar bajo el esporádico sol. El edificio me parecía una gran piedra perfectamente tallada, mientras el frío iba subiendo y la noche parecía comenzar, empecé a imaginarme cuántos siglos de genios y secretos habían visto esas paredes.
A mi izquierda, un grupo de estudiantes reía. —Qué suerte tienen —pensé—. Pueden tropezar con el mismo escalón que Darwin, o entrar a la misma aula que Doyle cuando ideaba a Sherlock Holmes. ¿Cuántas veces David Hume habría cruzado ese mismo patio lleno de libros y hablando para sí mismo sobre las reflexiones de la naturaleza humana? O mejor aún: ¿Habría David Hume pateado esas piedras cuando lo expulsaron por hereje?, ¿En qué mesa habría Maxwell garabateado las ecuaciones que arruinarían la vida a generaciones de estudiantes?
Estaba en pleno viaje mental cuando una voz cortó el aire:
—Hola.
Una estudiante se había sentado junto a mí, llevaba una sudadera con el logo de la universidad y una expresión de “te veo perder el tiempo y quiero ayudar”. Luego de intercambiar datos innecesarios dijo sin preámbulos:
—Si te interesa —dijo señalando el ala norte con una sonrisa cómplice—, puedo enseñarte dónde le lanzaron un bisturí a un profesor en 1824. Aparentemente, era malo dando feedback.
Claramente, esa oferta no la rechacé.
Caminando por el pasillo de piedra, mi guía señaló una puerta baja con cerradura oxidada:
—Ahí dentro, en 1835, un estudiante escondió una momia egipcia que robó del museo de anatomía. La encontraron tres meses después, sentada en la silla del decano con un cigarro falso en la boca. Aún le ponen tabaco fresco cada 1 de noviembre.
Me reí, pero al doblar la esquina, una placa desgastada me detuvo: Dr. James Barry, Inspector General de Hospitales, 1813-1859.
—Ah, este —dijo la estudiante, bajando la voz—. El tipo que hizo historia dos veces: por salvar vidas y por llevarse el secreto mejor guardado de la universidad y de la corona a la tumba.
Me incliné para confirmar las fechas en la placa: 1813-1859 —Justo cuando la Reina Victoria imponía sus “valores familiares” —me interrumpió y me señaló la salida tirando ligeramente de la manga de mi abrigo.
Caminamos por Victoria Street, esquivando la estampida de turistas que fotografiaban las fachadas color pastel, hasta detenernos en el Museo de Edimburgo en Canongate. Allí, frente a una vitrina con instrumentos quirúrgicos del siglo XIX, soltó el dato.
—Lo que descubrieron —señaló un bisturí idéntico al que Barry usó en Sudáfrica en la primera cesárea exitosa— fue que su cadáver tenía estrías pélvicas de parto. El forense original escribió “características femeninas” en su informe, pero el ejército lo enterró.
—¿Pruebas? —pregunté.
—Sobrevivió una carta de Florence Nightingale, una enfermera británica famosa por su trabajo en la Guerra de Crimea, dirigida a su colega Dr. Thomas Graham Balfour, médico militar y estadístico. Se dice que la carta era una especie de crítica admirativa a Barry, escrita dos años antes de la muerte de este.
“El Dr. Barry fue el más exigente de los cirujanos. No toleraba incompetencia. Era irascible, pero salvó a más soldados que todos nosotros juntos. Aunque, por supuesto, sus modales y voz eran… peculiares para un hombre de su rango”
Una vez que terminamos de recorrer el museo y nos despedimos, la curiosidad me consumía. La historia del Dr. Barry me había fascinado por completo. Esa noche apenas pude dormir, repasando cada detalle de lo que la estudiante me había contado.
A la mañana siguiente, con la primera luz, me dirigí a la biblioteca central de la Universidad de Edimburgo. El edificio, una imponente estructura de piedra, albergaba el Centro de Colecciones Especiales donde se guardaban los archivos históricos de la institución.
En el mostrador de recepción, una bibliotecaria de mediana edad con gafas de montura gruesa me recibió con una sonrisa amable.
—Estoy interesada en investigar sobre James Barry, el cirujano militar que estudió aquí a principios del siglo XIX —le expliqué.
Su expresión se iluminó. —Ah, el Dr. Barry. Un personaje fascinante.
Me explicó que para acceder a los archivos históricos necesitaba completar un formulario de solicitud y presentar identificación. El proceso no era inmediato; algunos documentos requerían un permiso especial y podrían tardar días en estar disponibles.
—Tenemos algunos registros de su tiempo como estudiante —me explicó mientras me entregaba un formulario—. Aunque no son tan extensos como uno desearía. El registro de matrícula confirma que ingresó en 1809 y sus calificaciones muestran que fue un estudiante excepcional, particularmente en anatomía.
Conforme completaba el formulario, me contó que muchos de los documentos más reveladores sobre Barry no se encontraban allí, sino en los Archivos Nacionales del Reino Unido en Londres.
—El ejército británico selló muchos de sus registros después de su muerte en 1865, cuando se descubrió su sexo biológico. Algunos archivos se desclasificaron décadas después, pero otros simplemente se perdieron.
Aun así, pude acceder ese mismo día a una pequeña colección de materiales relacionados con Barry: copias de su solicitud de ingreso, algunas cartas de recomendación redactadas por sus profesores, y un folleto conmemorativo publicado por la universidad en 2010, que reconocía a Barry como una de las figuras más notables y controvertidas de su historia.
En la sala de lectura, un espacio silencioso con grandes ventanales que dejaban entrar la luz gris de Edimburgo, me sumergí en los documentos. La caligrafía meticulosa de Barry y su estilo formal contrastaban con los comentarios manuscritos de sus profesores: “Estudiante brillante, aunque de temperamento difícil” y “Demuestra excepcional habilidad quirúrgica”.
El folleto moderno proporcionaba más detalles sobre su extraordinaria carrera: su graduación en 1812, su servicio en Ciudad del Cabo donde realizó la primera cesárea exitosa documentada en África en 1826, sus reformas sanitarias en Jamaica y Santa Elena, y su ascenso hasta Inspector General de Hospitales del Ejército Británico.
Un párrafo capturó particularmente mi atención:
“Después de su muerte en 1865, la mujer que preparó su cuerpo para el entierro, Sophia Bishop, descubrió que Barry era anatómicamente mujer. Este hallazgo provocó un escándalo que el ejército británico intentó silenciar, sellando muchos de sus registros. Hoy creemos que Barry, nacido como Margaret Ann Bulkley, adoptó una identidad masculina para poder estudiar medicina y ejercer la profesión en una época en que las mujeres no tenían acceso a la educación universitaria.”
El bibliotecario auxiliar, notando mi interés, se acercó y me habló en voz baja.
—Si realmente quiere profundizar en la historia de Barry, debería visitar también la Biblioteca Nacional de Escocia. Tienen algunos documentos relacionados con el círculo radical de amigos de su tío, que incluía a Francisco de Miranda, el revolucionario venezolano. Se cree que ellos ayudaron a facilitar su transformación.
—La historia de Barry sigue siendo en parte un misterio —añadió—. Hay evidencia de que era anatómicamente mujer, pero las especulaciones sobre si tuvo un hijo están basadas en comentarios no verificados. La carta de Florence Nightingale donde menciona a Barry es real, pero incluso ella no conocía su secreto.
Al salir de la biblioteca horas después, con notas detalladas y referencias para investigar más en los Archivos Nacionales de Londres, miré hacia el Old College. Sus paredes de piedra habían sido testigo de la transformación de Margaret Ann Bulkley en James Barry, una persona que prefirió vivir una vida extraordinaria como hombre que una vida ordinaria como mujer.
La historia de Barry me provocaba más preguntas que respuestas. ¿Cómo había logrado mantener su secreto durante más de 40 años, sobreviviendo a exámenes médicos militares y conviviendo estrechamente con otros oficiales? ¿Qué sacrificios personales había hecho por su carrera? ¿Y cómo habría sido su vida si hubiera nacido en un siglo después, cuando las mujeres finalmente podrían estudiar medicina?
Después de todo lo que había descubierto, abandoné la biblioteca y caminé sin rumbo por los senderos adoquinados del campus. El sol del atardecer proyectaba sombras alargadas entre los edificios centenarios. Me detuve un momento, contemplando la universidad que había sido testigo del nacimiento de la extraordinaria vida doble de Margaret Ann Bulkley. Lo que más me impresionaba era que, incluso ahora, conociendo su verdadera identidad y origen, la universidad, Escocia y Gran Bretaña entera, seguía honrándolo como Dr. James Barry en sus registros históricos y publicaciones. No intentaban reescribir su historia ni imponerle una identidad póstuma que él nunca aceptó en vida. Quizás ahí residía la verdadera dignidad: en respetar la vida que eligió vivir, no la que otros habrían escogido para él. En un mundo que aún lucha por reconciliar identidad y biología, el legado del Dr. Barry permanece intacto, exactamente como él lo construyó: desafiante, brillante y auténticamente suyo.