Sigamos siendo niños, seamos niños por siempre. Con esto no me refiero a tener 10 años por siempre, sino a ser niños de corazón.
Cuando somos niños y crecemos, pensamos: ¡qué bien! soy más alto, pero conforme avanzamos vemos más y entendemos menos. Las cosas dejan de ser tan simple como lo eran antes, el tiempo avanza, el mundo no deja de girar, y lo que creíamos que duraría para siempre, termina; todo cambia y sea para mejor o para peor.
El tiempo parece fluir diferente cuando crecemos y, a medida que las responsabilidades caen sobre nuestros hombros, adquieres responsabilidades que pueden corresponderte o no, la idea de congelarse en el recuerdo aparece como una forma de capitalismo de la realidad. Crecer implica renunciar a unas cosas en favor de otras. Ser adulto implica aceptar tácitamente que algunas de esas decisiones están más allá de tu voluntad.
Las responsabilidades y cargas de la adultez se encargarán de elegir por ti, pues las presiones externas llegarán a ser asfixiantes. Cualquier despedida puede ser la última, estamos destinados a ir dejando a nuestros amigos y seres queridos por el camino. Crecer significa aprender a vivir con responsabilidades y cargas. A veces, sin importar cuánto nos esforcemos, no vamos a poder alcanzar algunos de nuestros sueños y objetivos. No es bueno aferrarnos a un sueño, sino que debemos aprender a descubrir nuestras verdaderas habilidades y pasiones, aunque esto signifique modificar nuestro sueño original.
El cambio es un concepto que se encuentra unido de forma intrínseca a nuestra existencia. Nos frenamos e incluso nos herimos en una constante que invita a volver atrás, al pasado. El deseo de volver a un pasado mejor y más simple existe en todos y cada uno de nosotros, pues somos conscientes de que la alternativa es difícil y dolorosa. Así como los tiempos cambian, hay algunos personajes que se logran adaptar mejor que otros, es decir, mientras que algunos adoptan un enfoque mucho más oscuro de la vida, otros se aferran a los valores del pasado, es peligroso no aprender a aceptar el cambio y madurar. El cambio puede ser doloroso en especial cuando lo necesitamos para crecer.
En el fondo no somos muy optimistas con el futuro, ya que en sí es un concepto que puede parecernos aterrador, es decir, el final de nuestra vida está ahí, dependiendo de las decisiones que tomemos hoy en día, así serán nuestros últimos momentos.
Queremos utilizar en pasado como un método de escape a nuestros problemas. En el presente no está mal disfrutar un poco de la nostalgia, si eso nos hace felices, pero no debemos dejar que esto consuma nuestras vidas y nuestras personalidades. Es saludable seguir adelante, intentar recuperarnos de nuestros traumas y encontrar nuestra felicidad en el presente. No dejar ir, aferrarnos al pasado, es tóxico, encerrándonos en nuestras burbujas, deseando un momento que ya no existe.
Puede que sea nuestra imaginación, pero es como si estuvieran tristes, enojados o preocupados todo el tiempo. Crecer no significa perder la felicidad, sino que el sentido que tenemos sobre la felicidad cambia. Madurar no implica amargarse la vida, implica aprender de tus errores y ser una mejor persona todos los días; implica tomar las riendas de tu vida y hacerle frente a los problemas sin fingir que no están ahí, aceptar tanto tus fallos como tus virtudes.
Hay algo especial en la forma en que los niños ven el mundo, su mirada sencilla y directa a veces contiene una sabiduría que como adultos solemos olvidar. Los adultos solemos decir que las cosas no son tan simples, pero muchas veces somos nosotros quienes las complicamos.
Todos crecemos de una u otra forma, nuestra familia, nuestros amigos y nosotros. Las personas que apreciamos crecen y tomas caminos diferentes, al crecer juntos mejoramos juntos, ser testigos de nuevas historias, nuevas vidas, tropezamos pero nos levantamos, nos redescubrimos, reinventarnos, reencontramos. La vida es cambio, el tiempo se va en un abrir y cerrar de ojos, por eso tenemos que vivir la vida al máximo, justo como lo haría un niño.