El general que lloró al destruir su propia ciudad
Cartago debe ser destruida
Durante más de un siglo, Roma y Cartago protagonizaron una de las rivalidades más intensas de la Antigüedad. Ambas potencias, separadas por el Mediterráneo pero unidas por la ambición y el comercio, se enfrentaron en tres guerras que marcaron el destino de Occidente. Tras las dos primeras guerras púnicas, la tensión entre ambas ciudades no desapareció, sino que se mantuvo latente, como un incendio bajo las cenizas. Roma, temerosa de que Cartago pudiera resurgir, decidió que la única solución era su completa destrucción.
En 149 a.C., el Senado romano declaró la Tercera Guerra Púnica. El objetivo era claro y brutal: eliminar para siempre la amenaza cartaginesa. La tarea recayó en Publio Cornelio Escipión Emiliano, nieto adoptivo de Escipión el Africano, el héroe que había derrotado a Aníbal décadas antes. Escipión Emiliano, joven pero ya curtido en la guerra, asumió el mando del asedio a Cartago, una ciudad que, aunque debilitada, aún resistía con fiereza.
El asedio fue largo y despiadado. Durante casi tres años, las legiones romanas rodearon la ciudad, cortando suministros y sometiendo a sus habitantes al hambre y la desesperación. Finalmente, en la primavera del año 146 a.C., las tropas de Escipión lograron abrir brechas en las murallas. Lo que siguió fue una de las escenas más devastadoras de la historia antigua: saqueo, incendios, masacres y la esclavización de los supervivientes. Cartago, que durante siglos había sido un centro de comercio, cultura y poder, fue reducida a escombros.
Sin embargo, en medio de la victoria absoluta, ocurrió algo inesperado. El historiador griego Polibio, testigo presencial y amigo de Escipión, relata que el general, al contemplar las ruinas humeantes de la ciudad, no celebró. En cambio, se apartó del bullicio y, conmovido, comenzó a llorar. Murmuró versos de La Ilíada, evocando la caída de Troya, otra ciudad legendaria arrasada por la guerra. Cuando uno de sus oficiales le preguntó la razón de su tristeza, Escipión respondió: “Pienso en mi patria. En Roma. Porque llegará un día en que también ella caerá”.
Estas palabras, pronunciadas en el momento de mayor gloria, revelan una conciencia histórica poco común en los líderes de la época. Escipión comprendía que ningún imperio es eterno, y que la destrucción de Cartago era también una advertencia para Roma. La rueda de la historia no se detiene, y la fortuna puede cambiar de manos en cualquier momento.
Escipión Emiliano regresó a Roma como un héroe, celebrado por el pueblo y el Senado. Sin embargo, su triunfo estaba teñido de melancolía y reflexión. No solo había destruido a un enemigo ancestral, sino que también había presenciado el fin de una civilización. Cartago desapareció del mapa durante siglos, convertida en mito y advertencia. Sus ruinas, hoy en Túnez, son testigos mudos de aquel episodio.
La historia de Escipión y Cartago sigue resonando en la memoria colectiva. Nos recuerda que la grandeza y la destrucción suelen ir de la mano, y que incluso los vencedores pueden llorar por el precio de la victoria. Las lágrimas de Escipión, en medio de las ruinas, son un recordatorio de la fragilidad de los imperios y de la humanidad que, a veces, se asoma bajo la armadura del conquistador.
Referencias
- Polybius. The Histories, Book 39. Translated by W.R. Paton. Loeb Classical Library.
- Cicerón. De Re Publica, Book 1.
- Goldsworthy, Adrian. The Fall of Carthage. London: Phoenix Press, 2003.