En 1915, México parecía un país deshecho. La Revolución había comenzado cinco años antes con la caída de Porfirio Díaz, pero en vez de traer paz había abierto la puerta a una lucha interminable. En las calles y en los pueblos reinaba la incertidumbre: nadie sabía quién mandaba, qué leyes estaban vigentes ni cuánto tiempo resistirían las familias sin comida. Las vías del tren, que antes llevaban maíz, carbón o mercancías, ahora transportaban soldados, heridos y ataúdes improvisados.
La gente común vivía al día. Muchos hombres habían dejado sus casas para unirse a algún ejército, convencidos de que así cambiaría el destino de sus comunidades. Las mujeres se encargaban de mantener a los hijos y, en no pocos casos, también iban al frente como soldaderas. En ese escenario, el país estaba dividido en dos grandes bloques.
Por un lado, estaba el movimiento constitucionalista, dirigido por Venustiano Carranza y con generales que después serían presidentes, como Álvaro Obregón. Ellos buscaban un Estado central fuerte, capaz de imponer orden y escribir una nueva Constitución. Enfrente estaban los llamados convencionistas, encabezados por Pancho Villa y Emiliano Zapata, símbolos de la lucha popular. Villa dominaba el norte con su poderosa División del Norte; Zapata controlaba el sur con su Ejército Libertador del Sur. Ambos hablaban de tierra, justicia y dignidad para los campesinos, pero no tenían la misma fuerza política ni los mismos recursos que sus enemigos.
El año comenzó con la idea de que Villa podía inclinar la balanza a su favor. Tenía fama de invencible y había demostrado en batallas anteriores que su caballería podía arrasar ejércitos enteros. Sus trenes blindados y su capacidad de movilizar miles de hombres eran temidos en todo el país. Sin embargo, en abril de 1915 esa imagen empezó a derrumbarse en los campos de Guanajuato.
La primera batalla de Celaya comenzó el 6 de abril. Villa organizó a sus hombres en tres columnas: caballería en los flancos, infantería en el centro y artillería detrás. Su plan era sencillo: avanzar con rapidez y romper las líneas de Obregón. Al principio parecía que lo lograría, pues sus tropas chocaron con fuerza contra la brigada de Fortunato Maycotte y casi la hicieron huir. Obregón mismo tuvo que acudir para sostener a sus hombres. Pero pronto la ofensiva villista mostró sus fallas: la artillería no alcanzó a entrar a tiempo, y las cargas de caballería, aunque valientes, se toparon con fuego constante de fusilería y ametralladoras.
Durante dos días los villistas lanzaron ataque tras ataque. Se dice que hubo más de cuarenta cargas de caballería. El campo se cubrió de cadáveres de hombres y caballos. Obregón, pese a estar en apuros, mantuvo la calma. Incluso recurrió a un engaño curioso: ordenó que una corneta tocara “diana”, lo que confundió a los villistas y dio un respiro a sus tropas. Al final, el 7 de abril, la División del Norte fue contenida y comenzó a retroceder. La derrota fue clara: miles de bajas y una retirada hacia Salamanca.
Villa no aceptó la derrota. Reunió refuerzos y volvió al ataque en la segunda batalla de Celaya, del 13 al 15 de abril. Esta vez las fuerzas eran aún más numerosas. Obregón había reforzado sus líneas, y Villa confiaba en que ahora sí podría romperlas. Pero la historia se repitió: cargas frontales que se estrellaban contra posiciones bien defendidas, desgaste, escasez de municiones y, al final, otra retirada desordenada. Para el 15 de abril la suerte estaba echada: la División del Norte, orgullo del villismo, estaba deshecha.
El golpe fue durísimo. Villa pasó de ser un caudillo casi invencible a un líder en retirada. Su ejército nunca volvió a tener la fuerza de antes. En el sur, Emiliano Zapata seguía peleando, pero al quedar aislado tras la derrota de Villa, su lucha se volvió regional. Así, para finales de 1915, los constitucionalistas eran los dueños del país. Carranza se consolidó como jefe político y Obregón como el gran estratega militar.
Pero 1915 no fue solo un año de batallas. Fue un año de sufrimiento para la gente común. Los pueblos quedaron arrasados, las cosechas se perdieron, el hambre se extendió. Las familias se vieron obligadas a huir, a esconderse o a vivir bajo el mando de ejércitos que llegaban, pedían víveres y se iban. La violencia no distinguía entre combatientes y civiles. Miles de vidas se apagaron sin que quedaran sus nombres en los libros de historia.
Con el paso del tiempo, los vencedores escribieron la versión oficial. Villa y Zapata fueron retratados como caudillos sin visión nacional, como hombres valientes pero incapaces de gobernar. Sin embargo, como recuerda Pedro Salmerón en su libro 1915. México en guerra, las derrotas no borraron sus ideales. Villa perdió batallas, pero no la memoria del pueblo que lo siguió. Zapata fue aislado, pero su grito de “tierra y libertad” sigue siendo un símbolo hasta hoy.
Mirar hacia 1915 es recordar a un México en guerra consigo mismo. Fue un año en el que el país se partió en dos, en el que se decidió quién gobernaría y bajo qué reglas. Fue un año de dolor y sangre, pero también de sueños frustrados que aún nos interpelan. Pero la Revolución no fue solo cosa de generales y presidentes, sino de miles de campesinos, mujeres y obreros que dieron su vida con la esperanza de un país distinto.
Referencias
Salmerón, P. (2015). 1915 México en guerra: El año clave de la Revolución Mexicana, contado de la mejor manera posible. Planeta México.

