Categoría: Filosofía

Por: ALEJANDRO VILLANUEVA / Fecha: noviembre 27, 2025

Una aproximación que confronta las premisas ateológicas de la modernidad con la teología cristiana.

La muerte de Dios, acaecida en el deicidio de Nietzsche, representa un hito en la modernidad tardía, ya que el acontecimiento cimbra los cimientos sobre los que está construida la civilización occidental. Este deicidio es un parteaguas, conforma un antes y un después; para algunos representa el comienzo de época, mientras que para otros es el fin de época. Ya con Kant se veía venir un parteaguas de grandes magnitudes; es decir, lo fue, aunque a diferente escala y en otros ámbitos. Kant fue quien, al final de cuentas, llevó hasta sus últimas consecuencias el libre examen luterano, al centrar en el sujeto todo el conocimiento de los fenómenos y al explicar desde el a priori del sujeto todo conocimiento y posibilidad de conocimiento; clasificó como lo indiscernible como noúmeno, para facilitar sus juicios analíticos, y ahí en el noúmeno guardó la posibilidad de existencia de la divinidad, al mismo tiempo que de ahí parte su ética, una ética totalmente racional, pero que parte del principio irracional nouménico, al menos como punto de partida. Esto le da a la ética kantiana un aire frío y excesivamente racional, que vendría a compensar Nietzsche con su vitalismo alegre y furioso, solo que Nietzsche arrasó con las ideas metafísicas trasmundanas, incluyendo al Dios judeocristiano mismo: el deicidio que definiría una época cultural, y que en filosofía es comienzo de nuevas reflexiones y perspectivas.

A partir de este punto se va a elaborar este ensayo, que pretende humildemente solo esbozar un ejercicio deliberativo sobre la muerte o supervivencia del Dios cristiano, visto a la luz de la ética sobre todo. En este recorrido es imprescindible mencionar la contraparte de Nietzsche, y que se mantiene viva, en términos culturales y filosóficos, del cristianismo, y su piedra fundacional teórica, filosófica y teológica, que es el cuerpo teórico del obispo de Hipona, San Agustín. Un rebotar de ideas, que se mantiene vigente, y de ello depende gran parte de la vigencia de ambas corrientes. Aunque llamarlas corrientes puede parecer insuficiente, porque más bien se trata de caudales teóricos y doctrinales, de los cuales emergen múltiples ideologías y sistemas filosóficos. A Nietzsche, por ejemplo, podemos considerarlo fácilmente como el padre del posmodernismo. Al mismo tiempo, a Agustín podemos considerarlo aún como uno de los grandes pilares del cristianismo: es el papado, el Vaticano y la eucaristía.

Cuando San Agustín hace ontología y nos hace la siguiente exégesis: la zarza ardiente del Génesis es el Ser, porque te dice “Yo soy el que soy”; es Dios mismo que se manifiesta a los hombres. Así mismo es el principio de identidad básico usado desde Parménides y que sustenta su metafísica, esto es, “lo que es, es”. El mismo principio de identidad que la base de la lógica también puede interpretarse como un principio básico de la ética: lo que es bueno no puede ser malo, y de ahí partir para la ontología de San Agustín. “Yo soy el que soy” es una afirmación de ser, y al mismo tiempo de bondad, porque ese ser es el creador mismo, el ubérrimo, el que, desbordado de amor, crea y fecunda, el Dios verdadero; por lo tanto, también es una teología.

Sobre Nietzsche, podemos centrar su ética en la creación de valores, es decir, una ética de la creación basada en la voluntad de poder:

La indicación de cuál es el camino correcto me la proporcionó el problema referente a qué es lo que las designaciones de lo «bueno» acuñadas por las diversas lenguas pretenden propiamente significar en el aspecto etimológico: encontré aquí que todas ellas remiten a idéntica metamorfosis conceptual, – que, en todas partes, «noble», «aristocrático» en el sentido estamental, es el concepto básico a partir del cual se desarrolló luego, por necesidad, «bueno» en el sentido de «anímicamente noble», de «aristocrático», de «anímicamente de índole elevada», «anímicamente privilegiado»: un desarrollo que marcha siempre paralelo a aquel otro que hace que «vulgar», «plebeyo», «bajo», acaben por pasar al concepto «malo». (Nietzsche, 2005: 40)

En Nietzsche, lo bueno y lo malo adquieren un matiz distinto que en el cristianismo. Lo bueno será lo poderoso, lo vital, lo exaltado, lo aristocrático. Y lo malo, la debilidad y lo vulgar. En esta inversión de valores respecto al cristianismo, el mundo forjado por San Agustín se desploma, ya que su base ética y ontológica es Dios mismo y el amor que genera, amor que es agapé y caritas, es decir, usando de referencia al prójimo debilitado, y al mismo tiempo depositando todas las fuerzas vitales y virtuosas sobre la abismal Idea de Dios, que en la demolición de Nietzsche dicha acumulación pierde sentido, ya que Dios mismo es solo una abstracción debilitante, y al mismo tiempo enajenante, del sujeto creador, creador de valores y humanidad, insuflado naturalmente por la voluntad de poderío, que proyecta al hombre a una superación perpetua e inexorable hacia el superhombre.

Podemos contraponer al mesías agustiniano, es decir, a Cristo, el verbo encarnado de las sagradas escrituras, con el nuevo dios emergente de Nietzsche, el dios Dionisos, deidad del vino, de la alegría festiva y violenta, poderoso y creador, impertérrito e inconmovible. Y Jesús de Nazaret, el mesías pletórico de amor por Dios y el prójimo, fuerte en su debilidad, metafísico y trasmundano, bondadoso y cuyo estandarte es la concordia universal. De ese enfrentamiento dialéctico está compuesta la modernidad tardía, o quizá la llamada posmodernidad. Dicho enfrentamiento teórico —es más un enfrentamiento que un debate, porque la vida de uno depende de la supervivencia del otro— saca verdaderas chispas deliberativas. Estas espadas significantes, su encuentro conlleva destrucción a muerte del rival, el aniquilamiento ideológico.

Tras el vasto bagaje de la tradición católica, San Agustín es un baluarte fundamental y fundacional, que perfila los valores del amor y la bondad, encarnados en la figura de Jesucristo. El Mesías, que es verdadero verbo encarnado, es el centro del drama humano, porque es Dios total y abismal, y sobre todo Dios histórico. Esto fue lo que le dio al mundo antiguo el cristianismo, sentido e historia, y un héroe que encarna este drama, es decir, Jesucristo:

Para el cristiano, en cambio, hay un acontecimiento que divide y casi enemista los tiempos, por el cual los tiempos mismos adquieren inequívoca presencia: la llegada del Mesías, su rápido y decisivo paso por la tierra. (Ferrater, p. 39)

Esta concepción histórica de San Agustín, en la que nos invita a la linealidad y a totalizar el mundo como historia, como historia dramática, donde la posibilidad es el horizonte de salvación, contrastaba con la concepción de la antigüedad, que era parcial, local y cíclica, la misma que fue retomada y revivida por Nietzsche, es decir, una concepción de filosofía de la historia congruente con todo su aparato teórico —si es que puede llamársele aparato, ya que su riqueza y fecundidad están en romper ese tipo de paradigmas, es decir, el de agrupar y encajonar el conocimiento, pero de alguna manera la expresión remite al conjunto de sus aportaciones—. En Nietzsche vemos cómo la vida, entendida por él como fuerza vital y esencialmente como voluntad de poderío, tiene que ser la matriz interpretativa que guíe la historia, alejado entonces de los historicismos e historiografías cristianas. La historia tiene que empoderar al sujeto, tiene que estar insuflada de vida, ser un promotor eficaz de vitalidad que interpele al sujeto a la acción.

Entendida la historia como una buscadora y, al mismo tiempo, acumuladora de vitalidad, la misión ética es la de insuflar a las acciones la heroicidad implícita en el hombre que obra según la vida y la voluntad de poder; este debe ser el compromiso de cualquier ser humano. En sus manos está el aprehender el pasado, con todas sus vicisitudes, para abordar el presente y proyectar el futuro. El filósofo tiene que dejar de lado su intelectualismo si este no abona a incrementar el vigor y la fuerza.

Así mismo, la condición de estar inmerso en el presente, en la vida, propenso a la acción, es algo que por definición se encuentra fuera de la historia, ya que la vida y la acción son ahistóricas, es decir, operan fuera del circuito de la aprehensión del pasado, por su misma naturaleza; Nietzsche, consciente de esta dicotomía radical, nos conmina a dejar a un lado la religiosidad, que finalmente apaga el fuego de la vitalidad, el verdadero motor ético.

Un escenario semiótico, una semiósfera, donde los participantes finalmente podrían tener la opción de redimirse, es decir, salvarse mediante la gracia del Dios totalizante y totalizador del cristianismo —que es el mismo Dios judío de los ejércitos, el Dios caudillo, el Dios rey defensor del pueblo de Judea—; para con esto crear un nuevo estadio de la humanidad, por lo menos en occidente, y que con su sentido ecuménico, tendría potencialmente la posibilidad de universalizarse, es decir, volverse realmente católico.

Bajo estas circunstancias históricas —ya eran históricas; dialécticamente el mundo antiguo se había superado y subsumido en el cristianismo—, el mesías surge como redentor y poseedor de prácticamente todos los valores del platonismo:

El mundo antiguo se había mantenido firmemente dentro de sus estrechos límites mientras no hubo separación entre lo religioso y lo profano, es decir, mientras hubo, como en los comienzos, creencia verdadera, y no ya, como en los tiempos de Cicerón, creencia a medias. En realidad, la disolución del mundo antiguo comenzó cuando, tras la vacilación y el hueco dejado por la fe y la confianza en los dioses, apareció lo que fue denominado el amor al saber, la filosofía. (Ferrater, p. 51)

La filosofía, de alguna manera, era la contraparte de la religión, el ascenso de la duda racional que disolvía los viejos estamentos de la teocracia. Sin embargo, dejaba metafísicamente desnudo al ser humano; esto es, al caer el mundo antiguo, caía su metafísica también. San Agustín hizo una síntesis de filosofía y revelación, creando la figura del filósofo cristiano, que es básicamente la figura del sacerdote.

Para los sacerdotes Nietzsche tendrá mucho que decirles, mejor aún, recriminarles:

Entre los sacerdotes, cabalmente, se vuelve más peligroso todo, no solo los medios de cura y las artes médicas, sino también la soberbia, la venganza, la sagacidad, el desenfreno, el amor, la ambición de dominio, la virtud, la enfermedad; —de todos modos, también se podría añadir, con cierta equidad, que en el terreno de esta forma esencialmente peligrosa de existencia humana, la forma sacerdotal de existencia, es donde el hombre en general se ha convertido en un animal interesante, que únicamente aquí es donde el alma humana ha alcanzado profundidad en un sentido superior y se ha vuelto malvada. (Nietzsche, 2005:45)

En este mismo sentido, la casta sacerdotal, al sublimar el odio y la venganza, se convierte en el recipiente propicio para destilar los desvalores, congruentes con la filosofía de Nietzsche, que encarnan la decadencia y la debilidad, pero sobre todo el resentimiento; ellos son los precursores de nuestra cultura moderna, y quizá posmoderna. Nietzsche arremete totalmente contra esa casta, haciendo a un lado sus aportes, más allá de que desde su postura sean ciertas sus aseveraciones. Este resentimiento sacerdotal, contrario desde la perspectiva nietzscheana al ímpetu aristocrático, es la base para que el cristianismo cree valores negativos, desde la debilidad y el resentimiento. Todas sus tablas de valores están envenenadas, porque incluso el amor, la piedad cristiana, está infestada de debilidad por el prójimo, una debilidad que solo es decadente, y cuyo reflujo interno es la culpa y la segregación. El antídoto para Nietzsche es la vivencia desde otros paradigmas:

Los juicios de valor caballeresco-aristocráticos tienen como presupuesto una constitución física poderosa, una salud floreciente, rica, incluso desbordante, junto con lo que condiciona el mantenimiento de la misma, es decir, la guerra, las aventuras, la caza, la danza, las peleas y, en general, todo lo que la actividad fuerte, libre, regocijada lleva consigo. La manera noble-sacerdotal de valorar tiene —lo hemos visto— otros presupuestos: ¡las cosas les van muy mal cuando aparece la guerra! Los sacerdotes son, como es sabido, los enemigos más malvados. —¿Por qué? Porque son los más impotentes. (Nietzsche, 2005:46)

Aquí se encuentra sintetizado el vitalismo voluntarista y su antítesis: la impotencia como voluntad de venganza y odio en los creadores de valores negativos, los sacerdotes. Ahora bien, se refiere no solo a los que son sacerdotes, sino a todos los que piensan y crean desde esa base anímica; puede ser incluso una sociedad entera. La extrapolación a lo social y político, según Nietzsche, desemboca en la Revolución francesa, el socialismo y el anarquismo. Concomitante al estado anímico de la rebelión de los esclavos, estas ideologías son muestras contundentes de esas bases anímicas que creaban valores, esto es, antivalores. La ética que arroja a la persona al encuentro del otro, en el acto del amor cristiano, es para Nietzsche una muestra de debilidad y resentimiento. Debilidad porque la caridad te invita a ayudar a los rezagados; resentimiento porque la base de la que surge es la impotencia, es decir, la caridad surge del no poder ser poderoso, al visualizar tus propias debilidades en el otro. Totalmente contrario a la ética tradicional cristiana y que San Agustín refinaría:

Y como Dios es amor, la vida moral es el ejercicio de la caridad, o amor a Dios y al prójimo, venciendo al amor propio y de las cosas terrenas (la cupiditas) hasta el desprecio de sí mismo. Esa ley eterna es nuestra guía, contiene las verdades eternas de la moral, y es grabada por Dios en nuestras conciencias como ley natural. (Beuchot, 2013: 39)

El amor al prójimo, que quizá sea un acto de debilidad, es realmente un darse entero ontológico; la fortaleza del cristianismo está en su debilidad, en su bondad. Y más allá de representar resentimiento, el amor puro es todo lo contrario. Quizá el deicidio de Dios perpetrado por Nietzsche tuvo grandes efectos, y racionalmente es viable, y funda una nueva época, pero valdría la pena reflexionar, que ese cuerpo glorioso y muerto de Dios que yace sobre todo el occidente civilizado, no está esperando que le insuflemos vida, para resucitar —como sólo Él lo sabe hacer— al tercer día, y levantarse en una parusía abominable y hermosa, y crear realmente nuevos valores, que ni siquiera sean negación de los nietzscheanos, sino que los incluya como verdadero Dios totalizante y abismal, y en esa parusía descomunal, refundar nuestro mundo y nuestra civilización, un mundo donde amar y ser bondadoso no sea una opción moral y libérrima, sino una vivencia santa y secular— sí, unión de los contrarios—, al mismo tiempo que inexorable para todos los seres.

Referencias

  1. Nietzsche, Friedrich. La genealogía de la moral. “Tratado primero”. Alianza Editorial. Madrid. 2005.
  2. Ferrater Mora, José. San Agustín o la visión cristiana.
  3. Beuchot, Mauricio. Historia de la filosofía medieval. México. 2013.