Nuestra cotidianidad está llena de pequeños dilemas éticos, los cuales, al decidir y tomar partido por una opción u otra, configuran nuestro actuar; a la larga crean nuestros hábitos y, si extrapolamos la fórmula, definen nuestra vida, es decir, nuestro destino. Inmersos en nuestra cercanía personal, la cotidianidad sesga nuestra percepción; solo somos capaces de ver lo inmediato y actuar en consecuencia. Lo inmediato y cercano, muchas veces motivado por premuras laborales o académicas, nos engolfa en nuestra individualidad; la entronización del individuo —en apariencia el único capaz de resolver nuestros problemas— provoca al mismo tiempo la proliferación de nuestro egoísmo. En este contexto da la impresión de que el único garante para la resolución de los problemas consuetudinarios fuera el yo, el ego atrapado en sí mismo y que instrumentaliza todo su entorno para alcanzar sus propias metas y finalmente sobrevivir. Sin embargo, en el día a día nos encontramos ante la presencia inexorable de los otros, los otros yoes que nos abordan, nos interpelan y nos hacen cuestionar las barreras de nuestro egoísmo finamente constituido y respaldado por prácticamente toda nuestra industria cultural. Al encontrarnos cara a cara con el prójimo, surgen diversas hipótesis preliminares. En primer lugar, está el otro, con un conjunto de necesidades bien distribuidas igual que las nuestras, es decir, tiene las mismas necesidades humanas que cualquier yo. En segundo lugar, ese sujeto es un hablante, expresa e instrumentaliza su lenguaje para conseguir los medios para satisfacer sus necesidades; es un semejante, un ente con las mismas necesidades que cualquier otro, con la misma dignidad humana, de la misma capacidad para amar y con las mismas facultades para desarrollarse, sumariamente un humano pleno.
Nuestro ser en el mundo siempre está condicionado por nuestro entorno físico, las cosas que nos rodean y que forman el reino de lo inmediato, lo cotidiano. La reivindicación de la escritura creativa como panacea contra la ideología, el inconsciente y la escritura represiva, es la última Thule del lenguaje, conseguir acceder a instancias lingüísticas que nos abran nuevas rutas del pensar y, por lo tanto, de vivir, nuestro vivir y ser en los demás, lo que nos llevaría eventualmente a un nuevo contrato social, este sí, desde la pureza del ser. Existen algunos obstáculos, entre ellos, la razón instrumental entendida como mecanismo de represión y de separación del prójimo, la misma razón que convierte al otro en un medio y no un fin por sí mismo. Generando las pulsiones ocultas y violentas del inconsciente; así mismo, la razón instrumental es la violencia del lenguaje, el insulto, el agravio y la estafa.
La legitimidad de nuestra conducta ética aparece dentro de nuestra conciencia; el fuero interno es el juez más justo. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando este juez interno, a veces tan frágil y tan voluble a los dictámenes personales, es subsumido por el entorno social? La presión grupal juega un rol cuya primacía no puede despreciarse. La responsabilidad de los generadores de material cultural y artístico es toral, ya que son partícipes, porque están inmersos en la sociedad, y al mismo tiempo, por cuestiones de índole intelectual, su altivez espiritual los posibilita para crear, es decir, pueden aportar moralmente a la comunidad. En este rubro se incluyen literatos, filósofos y artistas de todo tipo. Escribir sobre responsabilidad es al mismo tiempo tocar el tema de la responsabilidad social; esto es, cada individuo, como miembro de una comunidad, y más aún de una sociedad, es una matriz generadora de conducta, la cual, al interactuar con el resto de los agentes, inmersos todos ellos en la convivencia social, genera una sinergia; de igual modo, esa sinergia configura la conciencia colectiva, que se convierte en una especie de juez conductual, que en muchas ocasiones no es el juez más apto. El individuo como agente inmerso en esta dinámica debe ser capaz de discernir lo ético de lo utilitario, de acuerdo a una formación humanista rica en lecturas éticas y creativas, promotoras del amor, la justicia y la bondad. Por eso es tan importante la formación humanista. Esta nos dota de las herramientas intelectuales necesarias para ser conscientes de nuestra propia libertad y, lo más importante, la libertad del otro, ponernos frente a frente con la otredad, ya sea de otro ser humano o con la naturaleza. Este ejercicio de empatía se incrementa gracias a la lectura. La lectura humanista es la toma de consciencia, el asalto a esa plaza maravillosa que es la vida espiritual y letrada, el escenario pleno para la vivencia de la libertad y el ejercicio dinámico de la bondad; de ahí el camino es corto para abordar el mundo desde una perspectiva más justa y para transformarlo críticamente.
El pensamiento crítico es también pensamiento ético. La crítica, al separar, el “cribar”, tal como lo indica el origen etimológico de la palabra, es un ejercicio de discernimiento, de clasificación, que al mismo tiempo esclarece la realidad y la hace susceptible de modificarla; esto es, solo se puede cambiar y mejorar lo que está clasificado, lo expuesto con claridad. Surge con esto la relevancia del lenguaje, fiel instrumento de la criticidad; solo quien domina el lenguaje puede ser crítico, y solo quien es realmente crítico es ético. La labor clasificatoria y sistemática del lenguaje, con la cual ordenamos nuestra existencia, es en última instancia una labor crítica; a partir de esa plataforma podemos ser éticos, practicar la justicia e ir al encuentro del otro: la crítica también discierne el bien y el mal, y en este ejercicio totalmente humano, se abre el camino para la vivencia de la bondad, el amor y la justicia social.
La justicia social es la expresión holística de la vivencia ética individual. Al existir un grupo de personas con herramientas culturales básicas para la convivencia armónica, surgirá de inmediato una dinámica que los superará a todos en lo individual, que les dará sentido de pertenencia e identidad. Una vez alcanzado este estadio, difícilmente un agente individual atentará contra algún miembro de la comunidad; sentirá que al agredir a alguno de sus semejantes se está dañando él mismo. La identidad comunitaria funciona a través de la comunicación, del lenguaje. Las comunidades con sentido de pertenencia tienen características definidas, las cuales van desde la integración total de todos y cada uno de los miembros; cada quien cumple un rol, que es al mismo tiempo un estilo de vida, así como el de respaldo de cada uno de los miembros para abordar situaciones de riesgo o extraordinarias. Dicha integración ocurre a pequeña escala en el barrio, y a gran escala en la nación.
El lenguaje es la principal herramienta de creación de sentido y de identidad. Un colectivo, al sentirse plenamente identificado con un lenguaje, una forma de expresarse, genera una idiosincrasia, una forma de operar, un destino. El poder del lenguaje va más allá; la ética se constituye con palabras:
“La ética es un fenómeno social. La ética, como el lenguaje, solo entre los hombres es algo, porque ella no es más que lenguaje, precisamente.” (Mauthner, 2001:56)
Y las palabras se crean en la convivencia con el prójimo; ahí es su campo de acción, colectivamente. El lenguaje es un cuerpo multitudinario, una fuerza comunicativa, que alberga en su seno la capacidad de crear grupos y grandes ciudades, así como la forma de relacionarnos con los demás.
La corrupción se refiere a la separación sustancial de la esencia del ser humano. La corrupción disocia la esencia del ser hombre. Si por definición tenemos que el ser humano es un ser que persevera en su propia manera, y que, por las mismas razones, es social, su constitución nos dice que tiene que vivir en armonía con los individuos circundantes, además de formar comunidades para la satisfacción de las necesidades de todos sus miembros. La corrupción rompe con todo esto; el corrupto deja a un lado la colectividad, se olvida del prójimo, rompe las premisas de los contratos sociales que nos dan forma y contenido. Esta ruptura ocurre a nivel lingüístico. El corrupto, el agente de iniquidad, se aleja del prójimo, en la dimensión de identidad, y construye un relato aparte, un discurso donde el otro ya no ocupa un lugar primordial, incluso lo desaparece, dejando la posibilidad abierta para todo tipo de atropellos y arbitrariedades.
Robar es quitarle al otro lo que quieres para ti; si desaparece la frontera entre el tú y el yo, darnos cuenta de que todos participamos del mismo ser, que la comunidad donde vives es tu propio ser, el robar pierde sentido: en el acto del hurto hay siempre una fuga, un escapar de una instancia a otra; el sentido de pertenencia, abona a la integración, a evitar esa fuga de la que hablamos, y el sentido de pertenencia no es más que cultura, lenguaje, memoria histórica; he aquí donde la palabra cobra relevancia.
La corrupción es un problema de identidad cultural, y finalmente es un problema lingüístico, y como tal se puede abordar y desarticular, de la siguiente manera: creando nuevas formas de concebir lo humano y también nuevas libertades subjetivas, que serán al mismo tiempo terreno fértil para el surgimiento de nuevas colectividades. De esa magnitud es la potencia y la riqueza creativa del lenguaje; puede, al mismo tiempo que crear paraísos alternos personales y de convivencia, como atrapar y reducir la humanidad del otro, convirtiéndola en la peor de las prisiones: el juicio del otro. Los mecanismos inconscientes que se configuran como lenguaje crean dentro del universo de las relaciones humanas un marco semántico que difícilmente puede desbordarse; es único, unidimensional. Sería cuestión de trabajo intelectual arduo, confeccionado artesanalmente, con diversas herramientas de la consciencia para devolver la característica de apertura, de posibilidad. Una y otra vez nos podemos preguntar por lo que está dado, por lo que se considera inamovible, parejo, uniforme, y nuevamente caeremos en el abismo de esa estructura, ese condicionamiento que determina nuestro actuar y que en gran medida configura lo que acaece. Sin duda, una ideología así establecida, reforzada en lo cotidiano, en todo tipo de relaciones personales, maniatada por el control y la vigilancia. Desde el punto de vista del inconsciente, las pulsiones autoritarias que encuentran salida y participan en el juego social, crean una ideología dominante, la corrupción institucionalizada. Jugando a su vez un papel determinante en el actuar del individuo, en todos los aspectos de su devenir ser humano en un entorno social, y consecuentemente consolidan las relaciones sociales.
Sin duda, las humanidades son una herramienta imprescindible para aproximarnos a nosotros mismos y, por ende, hacia los demás. Esencialmente, las humanidades son palabras escritas por otros, egregios definitivamente, que nos conmueven y radicalizan, una forma congruente de mejorar y sobre todo de mejorarnos en colectividad. Así Dussel escribe: “La epifanía […] es la revelación del oprimido, del pobre, del otro” (2011:44). Humanizar significa redimir a nuestro semejante, la otra individualidad detrás de la personalidad (que significa máscara etimológicamente), desenmascararlo, encontrar su profunda indigencia inherente a nuestra naturaleza tan esquiva, y rescatarlo, es decir, amarlo. Y la verdadera aproximación hacia la frontera de las personas es con el lenguaje, las palabras, el verbo. Por eso en la cultura cristiana el mesías era al mismo tiempo el verbo, y el verbo era la acción y era el amor. Las palabras que se articulan como lenguaje identitario son realmente acción y querencia, fraternidad y libertad. Cuando un grupo de personas realmente comulga y se identifica con un lenguaje propio —y cada relación tiene su propio lenguaje que la hace única, un idioma privado—, ellos podrán vencer cualquier adversidad, y sobre todo se respetarán. En este contexto, la corrupción será imposible que suceda. La corrupción es lenguaje sin sentido, olvido de los demás. Y también Dussel nos dice: “Llamamos conciencia ética a la capacidad que se tiene de escuchar la voz del otro […] a partir del criterio absoluto: el otro como otro en la justicia” (2011:105). La justicia entendida como relación de igualdad, aceptando la complejidad de nuestras naturalezas; además de escuchar al otro, la voz que se cierne desconocida, adquiere nuevo significado al ser escuchada con detenimiento y, sobre todo, siendo sensibles a la justicia: escuchar nos hace justos y conscientes, nos abre las puertas a la probidad y la bondad.
Así mismo, el portentoso Spinoza escribe en su famoso tratado sobre la ética: “Lo que engendra la concordia es lo que se refiere a la justicia, la equidad y la honestidad. Pues los hombres difícilmente soportan, aparte de lo que es injusto e inicuo, lo que consideran deshonesto” (2011: 242). La concordia, concepto básico de convivencia y de interrelaciones personales, solo se puede concebir inmerso en un contexto de honestidad de vivencia claramente moral; de ahí es fácil que surja la justicia, y más aún, la bondad inmarcesible.
Las personas malas, los corruptos y los violentos son, al final de cuentas, individuos que dejaron de lado el sentido de su comunidad, la participación en la solidaridad. Su lenguaje es totalmente incentivado por los móviles de la razón instrumental, abandonados ellos por la comunidad —de la cual ellos mismos decidieron salir—; su vínculo con el mundo ocurre solo por la mediación y el interés. Su mundo es una red inmensa de posibilidades de medios y, por tanto, de manipulación sin fin. Todo es un medio, y su fin solo son ellos mismos. Al acercarse una persona a un libro literario o filosófico, en primera instancia obligas a tu yo entronizado a olvidarse vagamente de sí mismo, por unos minutos a sentir empatía, ya sea por los personajes o por las ideas. Y así, interpelado, el lector se empieza a dar cuenta de que existe un mundo fabuloso pleno de sentido, lleno de palabras —porque todo el mundo está hecho de palabras—; de ahí estamos a un breve paso hacia el salto cualitativo y ético, porque no olvidemos que la ética se fundamenta también en el lenguaje.
Pero ante nuestra problemática regional, de nuestro entorno directo, de nuestro bello pueblo chihuahuense, ¿cómo podemos aterrizar y llevar a la praxis todo este andamiaje teórico expuesto en este ensayo reflexivo? La respuesta es sencilla, y de tan sencilla, es también realmente compleja, como sucede con todas las cosas que se remiten a su esencia interior. La aproximación a la solución de la crisis de corrupción y violencia que vive nuestra entidad solo puede ser a través de la cultura humanista, la cual ha sido relegada y en muchos sentidos olvidada por la sociedad civil. La manera en que esta aproximación ocurra tiene que ser germinada por los agentes humanistas por excelencia, que somos los estudiantes y profesionistas en humanidades; por supuesto que no solo depende de ellos; empero, la semilla germinal sí. De nosotros, como creadores literarios y filósofos en ciernes, depende en gran medida la toma de consciencia de nuestras comunidades. Aquí quisiera hacer una valiosa digresión; abordar a las comunidades significa no solo hacerlo a gran escala, sino en el día a día, en nuestros hogares, en las fábricas y oficinas donde laboramos, y con nuestros vecinos. Un acercamiento que represente un cambio de paradigma para aquellos que nos escuchan, pero, además, guiar e inspirar con el ejemplo, con nuestra vida, con nuestras palabras y textos. El lenguaje finalmente nos remite a encontrarnos con el mundo y con nuestros compañeros de vida; que el lenguaje nos una, que vivamos esta fiesta de las humanidades, que leamos y comentemos textos clásicos. La mejor manera es con grandes campañas culturales, talleres de literatura, clubes de lectura, debates filosóficos y torneos de ajedrez. Del mismo modo, dotarnos de herramientas intelectuales para desactivar los circuitos de corrupción, mediante la parodia y la burla. Tenemos que llegar al grado en que ser corrupto sea ridículo, deleznable e infantil. Toda esta desactivación cultural solo puede ocurrir en un contexto de diálogo y cultura generalizado en el que todos los integrantes de la comunidad compartamos un mismo lenguaje, tengamos una misma y rica identidad y, apoyados con las lecturas humanísticas, poder burlarnos con risa socarrona de la cultura del narco, de la corrupción y, al mismo tiempo, enaltecer los altos valores clásicos de los cuales somos herederos; interpolado también con nuestra poderosa y fructífera cultura local, a veces tan olvidada y malinterpretada. Nacido de este sincretismo, casi mágico, entre las humanidades —la palabra alada que nos redime— y nuestras tradiciones —pueblo honrado y luchón—, es fácil inferir que nuestro porvenir está destinado a la grandeza y al progreso, Chihuahua al encuentro del mundo, ya no como una provincia más, sino como un espacio cultural y lingüístico capaz de trascender a nivel nacional e internacional, siendo un motor inexorable de los terribles y poderosos engranes de la historia universal.
Referencias
- Dussel, Enrique. Filosofía de la liberación. CDMX. 2011.
- Spinoza, Baruch. Ética. Madrid. 2011.
- Mauthner, Fritz. Contribuciones a una crítica del lenguaje. Barcelona. 2001.
