Introducción
En el presente artículo se analizará un concepto que se dio durante el tiempo de la Edad Media y la primera modernidad: cómo el catolicismo proporcionó al continente europeo una especie de unidad bajo el ideal moral, eclesial y canónico de la Iglesia católica. Gracias a este horizonte, se logró que dejaran de lado las fronteras y los reinos, ya que todos los pueblos actuaban como un mismo ente de orden espiritual y moral, encabezados por el Sumo Pontífice y sus Estados Pontificios.
Algo que caracterizó a la modernidad es que buscó reemplazar ese universalismo católico por un nuevo absoluto: la nación. El nacionalismo moderno se presenta como una herramienta que puede usarse para aplicar lo secular y la figura emancipadora; pero, como se ha visto en esta serie de artículos, esos discursos lo único que hacen es sublimar elementos sacralizadores de la cristiandad, trasladándolos a las banderas, la fe en la identidad nacional y los valores que de ella emanan. Por último, se usan los presupuestos de autores importantes para la historia de la filosofía como San Agustín de Hipona y Santo Tomás de Aquino.
Desarrollo
La Cristiandad y la universalidad católica
Algo que se observa de manera clara en el marco medieval es que la cristiandad estaba llena de símbolos que sobrepasaban los postulados políticos y sociales, funcionando como una especie de regente de lo social y lo político en el que la tradición guiaba de manera “recta” la vida pública. El ejemplo más claro es cómo el individuo ya se veía como un todo: en él recaía el poder de interpretar, de actuar, pero también la responsabilidad de cambiar. Háblese, por ejemplo, en el sentido de la felicidad y la plenitud, ya que las “pruebas” impuestas por Dios, si se podían evitar, eran consecuencia de sus actos y comprensión.
Uno de los autores que aborda este problema es San Agustín, en la obra titulada Ciudad de Dios, donde plantea que toda comunidad humana siempre se articula en torno a lo que ama como su bien supremo. En el caso característico católico, es la Civitas Dei, denominada así porque se funda en el amor a Dios como bien supremo. Esto se puede ver en el actuar cotidiano, en un sentido mexicano-hispanohablante, donde nuestras ciudades se fundaron alrededor de una catedral o iglesia principal. En los centros históricos de cada nación se observa cómo los barrios principales, en su mayoría, llevan nombre de algún santo, tanto como protección como ideal comunitario. Pasamos así de barrios a fraccionamientos con esa impronta.
Otro fenómeno igualmente interesante es el aportado por Santo Tomás de Aquino, quien reforzó esta visión de San Agustín al sostener que el fin último del poder político debía ser el bien común, subordinado o guiado por el bien divino. Para este autor, ninguna comunidad podía absolutizarse a sí misma, ya que toda articulación política o jurídica debía orientarse a la ley eterna. La cristiandad medieval encarnaba, por lo tanto, el principio propuesto por Santo Tomás de Aquino: observar la práctica desde una visión universal y trascendente.
La nación moderna como sustituto de lo sagrado
La modernidad generó una especie de cisma con el concepto de universalidad católica. El nacionalismo del siglo XIX buscó generar una nueva articulación, pero siempre en base a este horizonte: no como moral, sino como una especie de nueva comunidad absoluta. La nación se encontró simbolizada desde lo ritualístico y cultural, con la implementación del comandante supremo, los desfiles militares, himnos, banderas y monumentos.
Por lo tanto, no eliminó lo religioso, sino que lo sublimó: los conceptos de la Iglesia se trasladaron a la nación-Estado. La patria ocupó el lugar que tenía Dios como inicio, sentido y fin de la vida misma. Autores posteriores describieron este fenómeno como una forma de idolatría política.
Perspectiva católica: universalidad frente a idolatría nacional
Existieron varios postulados que ofrecieron un frente crítico para comprender los límites prácticos del nacionalismo moderno. San Agustín, en La ciudad de Dios, menciona constantemente que las comunidades humanas siempre se articulan en torno a lo que aman como bien supremo. En este sentido, advertía que absolutizar cualquier bien parcial conduce a la idolatría. Así, la nación se transforma en una Civitas terrena que sustituye a Dios por un ídolo, en este caso el Estado, sus valores y símbolos.
Se puede observar que Santo Tomás de Aquino deja en claro en sus escritos que toda autoridad política tenía un deber directo hacia la ley divina, la cual se encontraba manifestada en la tradición católica y, por añadidura, en las investiduras eclesiales. Para Santo Tomás no había cabida para que una comunidad se absolutizara a sí misma, puesto que el verdadero y recto bien común solo se alcanzaba al orientar la ley conforme a la eternidad y a la salvación de las almas.
Por lo tanto, se puede decir que, desde esta perspectiva, el nacionalismo moderno nace o tiene su génesis en la perversión del orden político, filosófico y moral, al generar esa absolutización representada en el bien individual, siempre bajo el ropaje de la democracia.
Otro autor que se contrapone a estos ideales fue Jacques Maritain, quien insistió en que la dignidad humana y el orden político no podían quedar reducidos al absoluto nacional. Desde su perspectiva, la visión cristiana trasciende las fronteras y universaliza la comunidad, pues todos los hombres están llamados a participar de una misma vocación espiritual.
Conclusión
Como conclusión del paso de la cristiandad al nacionalismo moderno capitalista, no significó la erradicación de los fenómenos religiosos o la sacralidad de los templos, sino que existió el desplazamiento para la utilización de dichas funciones para generar ambientes de trabajo adecuados para su desarrollo de dichos modelos modernos.
