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En la década de 1940, en medio de los estragos causados por la radiación de la Segunda Guerra Mundial, surgió una idea audaz: ¿y si se pudiera rescatar la médula ósea destruida mediante la infusión de células sanas de un donante? Los primeros indicios llegaron de experimentos con ratones expuestos a dosis letales de radiación. En 1949, investigadores observaron que algunos ratones podían sobrevivir si se les protegía el bazo durante la irradiación, sugiriendo que algún factor en la médula ósea podía repoblar el sistema sanguíneo​. Poco después, en 1951, el científico Leon O. Jacobson y colegas demostraron que inyectar células de médula ósea de un ratón sano a otro irradiado podía salvarle la vida. Al principio se creyó que la protección se debía a un misterioso “factor humoral” circulante, pero hacia 1956 quedó claro que el rescate ocurría gracias a células donantes capaces de injertar y reconstruir la médula ósea del receptor​. Había nacido el concepto de la célula madre hematopoyética: una célula precursora capaz de regenerar todas las células de la sangre, tal como lo había predicho teóricamente el alemán Artur Pappenheim décadas antes, a finales del siglo XIX​.

Primeros intentos: pioneros y lecciones tempranas

Con la evidencia de que las células de la médula podían repoblar el organismo, algunos médicos visionarios se aventuraron a trasladar estos hallazgos al ser humano. Uno de ellos fue el joven médico estadounidense E. Donnall Thomas, quien en 1956 atendió a un niño con leucemia dispuesto a probar una terapia sin precedentes. Thomas infundió médula ósea obtenida del hermano gemelo idéntico de aquel paciente, evitando así problemas de compatibilidad, y logró por primera vez una remisión temporal de la leucemia​. Inspirado por este caso, en 1957, Thomas realizó una serie de 6 trasplantes de médula en pacientes con diversas patologías, utilizando médula de donantes (incluso de cadáveres recién fallecidos) que infundió por vía intravenosa​.

Los resultados iniciales fueron decepcionantes: solo en dos casos se observó un injerto transitorio y ninguno de los pacientes se curó de su enfermedad​. Sin embargo, esta primera experiencia pionera dejó una lección crucial: era posible infundir grandes cantidades de médula ósea por vía IV de forma segura, algo impensable hasta entonces​. Thomas había abierto la puerta a una nueva era, aunque aún faltaba mucho por aprender.

Al otro lado del Atlántico, en Francia, el oncólogo Georges Mathé también se convirtió en protagonista de los primeros intentos de trasplante. En 1958, Mathé realizó un arriesgado experimento para salvar a seis investigadores nucleares que habían sufrido un accidente radiactivo en el Instituto Nuclear de Vinca (Yugoslavia). Les infundió la médula ósea de donantes no emparentados, el primer trasplante de médula ósea alogénico de la historia​. Los seis pacientes sufrieron rechazo del injerto y finalmente fallecieron, pero Mathé entendió que estaba ante un procedimiento con enorme potencial que requería perfeccionarse​. Un año después, en 1959, Mathé intentó nuevamente un trasplante alogénico en un paciente con leucemia. Aunque esta vez logró implantar temporalmente la médula del donante, el paciente murió a causa de complicaciones que más tarde se reconocerían como enfermedad injertado-contra-huésped (EICH) crónica​. Las experiencias de Thomas y Mathé durante los años 50 pusieron de manifiesto los enormes obstáculos a superar: el rechazo inmunológico, las infecciones y recaídas seguían haciendo fracasar los trasplantes, que por entonces se veían como último recurso experimental.

Descubrimientos clave: la clave de la compatibilidad y los primeros éxitos

Lo que estos pioneros no sabían era que el principal enemigo oculto era el sistema inmunitario. A finales de los 50 aún se desconocía la importancia de compatibilizar donante y receptor. La pieza faltante del rompecabezas apareció en 1958, cuando el inmunólogo Jean Dausset descubrió los antígenos leucocitarios humanos (HLA)​. Dausset identificó estas moléculas en la superficie de los glóbulos blancos, fundamentales para que el cuerpo distinga lo propio de lo ajeno. Pronto se comprendió que la médula ósea del donante, debía compartir estos marcadores HLA con el paciente para evitar un rechazo fatal​. Este descubrimiento crítico sentó las bases inmunológicas del trasplante de médula y permitió pensar en donantes compatibles.

Armados con el conocimiento del HLA y con nuevas técnicas de irradiación corporal total (para suprimir el sistema inmune del paciente), los médicos reanudaron los ensayos clínicos a finales de los 60 con renovado optimismo​. El primer gran éxito no tardó en llegar. En 1968, el Dr. Robert A. Good de la Universidad de Minnesota trató a un bebé llamado David, nacido con inmunodeficiencia combinada grave (una condición letal conocida por entonces como el síndrome del “niño burbuja”). Good infundió médula ósea de la hermana de 9 años del bebé, quien resultó ser 100% compatible, según una prueba de HLA desarrollada por el Dr. Fritz Bach​. El trasplante tuvo éxito. David Camp (como se llamaba el paciente) sobrevivió y su sistema inmune comenzó a funcionar gracias a las células de su hermana​. Por primera vez, un trasplante de médula ósea había curado a un niño de una enfermedad antes incurable, marcando un hito histórico.

Casi simultáneamente, en marzo de 1969, el propio equipo de E. Donnall Thomas en Seattle alcanzó otro logro decisivo: el primer trasplante exitoso en un paciente con leucemia usando un donante emparentado compatible. Se trató de un joven con leucemia aguda en quien se empleó un régimen de acondicionamiento de radioterapia corporal total (RCT) de dosis alta y ciclofosfamida, seguido de la infusión de médula de su hermano HLA compatible​. Contra todo pronóstico, la médula donada injertó correctamente y la leucemia entró en remisión. Este caso demostró que incluso una leucemia agresiva podía ser vencida mediante un trasplante de células madre hematopoyéticas, siempre que el donante fuera compatible y se usara una preparación adecuada del paciente. Poco después, en 1972, el grupo de Seattle publicó los primeros éxitos en otra enfermedad: la anemia aplásica grave. Trataron a cuatro pacientes con médula de hermanos HLA idénticos, usando solo ciclofosfamida como acondicionamiento; dos de esos pacientes sobrevivieron a largo plazo​. Por fin, tras años de fracasos, empezaba a vislumbrarse el potencial curativo del trasplante de médula ósea en varias patologías sanguíneas.

Estos logros iniciales sentaron las bases científicas y clínicas del trasplante de células madre hematopoyéticas (TCMH). A finales de los 60, se había demostrado que:

  • La compatibilidad HLA entre donante y receptor era esencial para evitar el rechazo y la EICH letal.​
  • Dosis lo suficientemente altas de quimioterapia y radiación eran necesarias para eliminar la médula enferma del paciente y suprimir su inmunidad, permitiendo que la médula donante se estableciera​.
  • El trasplante podía curar enfermedades antes intratables, como inmunodeficiencias congénitas​, leucemias agudas​
    o fallo medular aplásico​, siempre que se controlaran las complicaciones.

Refinamiento en los 70: dominar la técnica y entender la “guerra” inmune

A pesar de los casos exitosos de 1968-69, el trasplante de médula ósea seguía siendo extremadamente riesgoso en los años 70. Muchos pacientes morían por recaída de su enfermedad o por EICH e infecciones graves. La comunidad científica entendió que debía refinar la técnica y profundizar en la biología para convertir esos éxitos aislados en un tratamiento reproducible. Así, los 70 fueron una década de intensa investigación preclínica y ensayos clínicos que consolidaron el procedimiento.

Uno de los primeros avances fue el desarrollo de estrategias para prevenir la enfermedad injertado-contra-huésped. En 1969 se introdujo en clínica el uso de metotrexato administrado en dosis bajas justo después del trasplante (días 1, 3, 6 y 11 postrasplantes)​. Este fármaco inmunosupresor, probado inicialmente en perros de laboratorio, demostró ser efectivo reduciendo la incidencia de EICH sin una toxicidad prohibitiva​. El régimen de profilaxis con metotrexato se volvió estándar durante más de una década, hasta la introducción posterior de ciclosporina. Otro aprendizaje importante vino de la modificación de la radioterapia: se descubrió que administrar la irradiación total en fracciones (por ejemplo, 6–8 sesiones de 2 Gy en vez de una sola dosis masiva) protegía mejor los órganos sensibles como pulmón e hígado, sin comprometer el efecto sobre la médula y el sistema inmunitario​. La radioterapia fraccionada se adoptó rápidamente y sigue siendo parte de muchos condicionamientos mielo ablativos.

Al mismo tiempo, se experimentó con diferentes agentes quimioterapéuticos para el acondicionamiento. La ciclofosfamida se destacó por su gran poder inmunosupresor y capacidad de eliminar linfocitos del paciente (clave para evitar el rechazo del injerto), por lo que se convirtió en la piedra angular del condicionamiento en enfermedades no malignas como la anemia aplásica​. Sin embargo, la ciclofosfamida por sí sola no destruía todas las células madre enfermas (no era totalmente mieloblástica), de modo que en leucemias se combinó con agentes más mielo ablativos como el busulfán​. Estos esquemas combinados (por ejemplo, busulfán más ciclofosfamida) incrementaron la eficacia de erradicar la médula maligna y asegurar la implantación de la nueva médula.

Los 70 también trajeron un cambio conceptual importante: cuándo trasplantar. Inicialmente, los trasplantes en leucemias se hacían en pacientes en recaídas avanzadas, cuando ya no quedaban opciones, pero se observó que esto conllevaba altísimas tasas de recaída postrasplante. En la mitad de los 70, algunos centros decidieron probar el trasplante más temprano en el curso de la leucemia, por ejemplo, durante la primera remisión completa en leucemias agudas. El resultado fue una clara mejora en la supervivencia: al reducir la carga de enfermedad al mínimo antes del trasplante, disminuía la probabilidad de recaída después. Dos artículos emblemáticos en New England Journal of Medicine en 1979 y 1981 describieron cómo los pacientes trasplantados en remisión obtenían un beneficio notable, gracias en parte a un fenómeno nuevo y sorprendente: el efecto injerto-contra-leucemia (GvL)​. Este efecto, inferido de observar que pacientes que desarrollaban EICH moderada a veces tenían menos recaídas, sugería que las células inmunes del donante podían atacar y eliminar células leucémicas residuales​. Lejos de ser solo un efecto adverso, la reacción del injerto contra el huésped tenía un lado positivo en forma de inmunoterapia contra el cáncer, algo que Georges Mathé ya había postulado conceptualmente años atrás​. Esta revelación abrió camino a nuevas estrategias, como la infusión de linfocitos donantes tras el trasplante (introducida en los 90) para reforzar la respuesta antileucemia y tratar recaídas de forma adoptiva​.

Hacia finales de los 70, gracias a estos avances, el pronóstico de los pacientes trasplantados mejoró significativamente. Un artículo de 1977 recopiló datos de cientos de trasplantes y mostró que, si se contaba con un hermano HLA idéntico y se trasplantaba en el momento oportuno, la supervivencia a largo plazo dejaba de ser una rara excepción para convertirse en una posibilidad realista​. Por ejemplo, en la anemia aplásica severa (que solía ser mortal en más del 80% de los casos sin tratamiento), las nuevas técnicas lograron supervivencias del 64% al 100% en pacientes trasplantados con donantes familiares compatibles​. En leucemias agudas, el trasplante consolidado en primera remisión alcanzó tasas de curación antes impensables, superiores al 50% en muchos estudios​. Se estaba gestando así un cambio de paradigma: enfermedades que hasta entonces eran sentencias de muerte, comenzaron a considerarse curables mediante trasplante de médula ósea, siempre que hubiera un donante adecuado y se manejasen las complicaciones​.

Expansión en los 80: más fuentes de células y más pacientes beneficiados

A medida que aumentaban las historias de éxito, la demanda de trasplantes creció y con ella la necesidad de encontrar donantes para pacientes sin hermanos compatibles (recordemos que solo el ~30% de los pacientes tienen un hermano HLA idéntico). En 1973 se logró el primer trasplante exitoso con un donante no emparentado en un paciente con leucemia​. Este hecho aislado anticipó lo que vendría: en la década de 1980 se crearon los primeros registros internacionales de donantes voluntarios de médula ósea. En 1974 se fundó el registro Anthony Nolan en Inglaterra (inspirado por la búsqueda desesperada de una madre por salvar a su hijo) y en 1986 se estableció el National Marrow Donor Program en EE. UU. Para finales de los 80, miles de personas por todo el mundo se habían inscrito como donantes de médula, haciendo posible que pacientes sin familiares compatibles pudieran encontrar un donante en cualquier parte del planeta​. Esta iniciativa global fue revolucionaria: pacientes que antes no tenían esperanza ahora contaban con una red internacional de posibles salvadores. De hecho, en 1988 se unieron registros de varios países bajo el programa Bone Marrow Donors Worldwide, facilitando búsquedas internacionales​. Gracias a ello, los trasplantes con donante no emparentado pasaron de ser raros en los 70 a algo cada vez más frecuente en los 90.

Otra innovación crucial de los 80 fue el uso de nuevas fuentes de células madre hematopoyéticas. Tradicionalmente, la médula ósea se obtenía aspirando huesos (como la cresta ilíaca) bajo anestesia. Pero en 1986 se descubrió que, estimulando a los donantes con ciertos factores de crecimiento (como G-CSF), se podía movilizar células madre al torrente sanguíneo y recolectarlas de la sangre periférica mediante aféresis​. A finales de los 80, comenzaron los primeros trasplantes con células madre de sangre periférica (CMSP). Estudios comparativos demostraron que estas células de sangre periférica lograban injertar tan bien como la médula ósea tradicional, con la ventaja de una recuperación hematológica más rápida​. Sin embargo, también notaron un inconveniente: los injertos de sangre periférica contenían más linfocitos T del donante, lo que aumentaba el riesgo de EICH crónica. Por ello, hasta hoy se prefiere usar médula ósea (en lugar de sangre periférica) cuando se trasplanta por enfermedades benignas como aplasia o inmunodeficiencias, pero para enfermedades malignas muchos optan por las CMSP buscando una rápida acción injerto-contra-tumor a pesar del mayor riesgo de EICH crónica​.

El final de la década trajo consigo uno de los desarrollos más asombrosos en la historia de la terapia con células madre: el trasplante de sangre de cordón umbilical. En octubre de 1988, la doctora Eliane Gluckman en París realizó el primer trasplante de células de cordón umbilical, salvando la vida de un niño de 5 años llamado Matthew, que padecía anemia de Fanconi​. El donante fue su hermana recién nacida, cuyo cordón umbilical se recolectó al nacer y se congeló hasta confirmar la compatibilidad. Aquel trasplante de cordón fue un éxito rotundo. Matthew Farrow no desarrolló EICH y se recuperó completamente, manteniéndose sano, década y media después​. Este hito demostró que la sangre del cordón umbilical, rica en células progenitoras, podía ser una fuente viable de células madre para trasplantes. Además, las células de cordón parecían ser más “inmunológicamente ingenuas”, lo que permitía cierto grado de disparidad HLA sin provocar EICH severa. Gracias a esto, los bancos de sangre de cordón se expandieron en los 90, almacenando unidades congeladas listas para usar. En niños y recién nacidos, el cordón se volvió una opción ideal (al tener suficientes células para su tamaño corporal); y aunque en adultos la cantidad de células por cordón suele ser insuficiente, se desarrollaron técnicas de trasplantes dobles de cordón o expansión ex vivo para extender su uso. El legado del trasplante de cordón fue enorme: ahora prácticamente cualquier paciente pediátrico podía tener acceso a un injerto compatible en tiempo breve, aun sin donante adulto disponible.

Mientras tanto, los trasplantes autólogos (utilizando las propias células del paciente) también ganaron terreno en los 80. Si bien un trasplante autólogo no ofrece el efecto inmunológico antitumoral de un donante, sí permite administrar quimioterapia a dosis muy altas seguida de rescate con las células madre del propio paciente. Esto demostró ser eficaz en enfermedades como linfomas y mieloma múltiple. Por ejemplo, en linfoma de Hodgkin y linfoma no Hodgkin refractarios, las tasas de remisión mejoraron al aplicar esta estrategia de quimio intensificación + rescate autólogo. El mieloma múltiple, que no tenía cura, empezó a tratarse de forma estándar con trasplante autólogo desde los 90, logrando prolongar la supervivencia de muchos pacientes.

 Para fines de los 90, el trasplante de progenitores hematopoyéticos –ya sea alogénico o autólogo– se había incorporado como terapia de rutina en diversas especialidades hemato oncológicas.

El reconocimiento oficial de esta revolución médica llegó en 1990, cuando el Dr. E. Donnall Thomas recibió el Premio Nobel de Medicina por sus contribuciones al desarrollo del trasplante de médula ósea​. En su discurso Nobel, Thomas recordó aquellos primeros experimentos fallidos en los 50 y cómo, contra el escepticismo general, persistió refinando la técnica hasta hacerla realidad clínica. Su trabajo demostró sin lugar a dudas que la infusión intravenosa de médula ósea podía regenerar por completo el sistema hematopoyético de un paciente​, y sentó las bases para que miles de vidas fueran salvadas. Compartió el Nobel con Joseph Murray (pionero del trasplante de riñón), simbolizando que el trasplante –tanto de órganos como de médula– había pasado de ser un sueño experimental a una disciplina consolidada de la medicina.

Impacto en la medicina: de leucemias a enfermedades hereditarias

A finales del siglo XX, el impacto del trasplante de células madre hematopoyéticas en la medicina era innegable. Lo que comenzó como un procedimiento para casos desesperados de leucemia se convirtió en tratamiento de primera línea o curativo para múltiples enfermedades de la sangre. En el campo de las leucemias, especialmente en leucemias agudas infantiles, las tasas de curación mejoraron dramáticamente con el trasplante. Por ejemplo, la leucemia mieloide crónica (LMC), que antes de 2000 solo se controlaba temporalmente con fármacos, podía curarse definitivamente mediante un trasplante alogénico de médula, siendo durante décadas la única terapia curativa conocida para la LMC. Pacientes con leucemia linfoblástica aguda de alto riesgo, que con quimioterapia sola tenían mal pronóstico, obtuvieron largas supervivencias libres de enfermedad gracias a un trasplante en primera remisión. En leucemias en recaída, el trasplante ofreció una segunda oportunidad de cura allí donde la quimioterapia fallaba.

Pero el impacto trascendió el cáncer. Niños nacidos con inmunodeficiencias congénitas severas (como la mencionada inmunodeficiencia combinada grave, o enfermedades como la anemia de Fanconi) pasaron de no tener esperanza de vida más allá de la niñez a poder desarrollarse normalmente tras un trasplante de médula de un donante sano. Un caso emblemático fue el de una niña llamada Peggy con síndrome de Wiskott-Aldrich (un trastorno inmunológico hereditario); en 1968, fue una de las primeras pacientes en ser curadas mediante trasplante de médula de un hermano, abriendo camino para la terapia de muchas otras inmunodeficiencias​. Asimismo, pacientes con anemia aplásica grave (falla completa de la médula) que antes fallecían por infecciones o hemorragias en pocos meses, comenzaron a salvarse de forma rutinaria con trasplantes de progenitores hematopoyéticos: para los años 90, sobrevivir a una aplasia severa gracias a un trasplante de un hermano compatible era más común que sucumbir a la enfermedad​.

El trasplante de células madre también incursionó en el tratamiento de enfermedades genéticas de la sangre. A principios de los 80, se reportaron las primeras curaciones de pacientes con talasemia mayor mediante trasplante de médula. Estos pacientes, dependientes de transfusiones crónicas, lograron una hematopoyesis normal tras recibir médula de un hermano sano, inspirados en estudios que mostraban resultados prometedores en modelos caninos​. De forma similar, algunos niños con anemia de células falciformes (drepanocitosis) han sido curados trasplantando médula de hermanos libres de la enfermedad, eliminando para siempre sus crisis de dolor y complicaciones. Incluso ciertas enfermedades metabólicas hereditarias que afectan múltiples órganos (como la adrenoleucodistrofia o el síndrome de Hurler) pudieron tratarse exitosamente con trasplante de médula, aprovechando que las células donadas aportan la enzima faltante en el paciente y frenan el daño progresivo. Cada éxito ampliaba las fronteras: lo que inicialmente se pensó solo para cáncer, demostró ser un “reemplazo de sistema inmune y sanguíneo” aplicable a un abanico cada vez mayor de patologías hematológicas y genéticas.

Para dimensionar el impacto global, basta señalar que hacia 2012 se había alcanzado la asombrosa cifra de un millón de trasplantes de células madre hematopoyéticas realizados en el mundo. Y el ritmo no hacía más que crecer: para 2019, esa cifra superó los 1,5 millones de trasplantes acumulados desde aquellos primeros intentos en 1957​. De ellos, aproximadamente la mitad han sido trasplantes autólogos (con células del propio paciente) y la otra mitad alogénicos (de un donante)​. Hoy en día, decenas de miles de trasplantes se efectúan cada año a nivel global, salvando vidas o prolongándolas en pacientes con leucemias, linfomas, mielomas, fallos medulares y otras enfermedades graves. Lo incurable se volvió curable en muchos casos gracias a esta terapia.

Retos y desarrollos recientes: perfeccionando la terapia celular

A pesar de los notables avances, el trasplante de células madre hematopoyéticas sigue conllevando importantes retos clínicos y científicos. El primero de ellos es la enfermedad injerto-contra-huésped (EICH). Aunque las técnicas de compatibilidad HLA y la profilaxis inmunosupresora han disminuido su incidencia y severidad, la EICH (especialmente la crónica) continúa afectando a un porcentaje significativo de sobrevivientes de trasplantes alogénicos, mermando su calidad de vida. En las últimas décadas, se han ensayado nuevas estrategias para prevenirla: desde la depleción de linfocitos T del injerto (remover manualmente los linfocitos del donante antes de la infusión) hasta la infusión de células reguladoras. Un hito reciente fue la introducción de ciclofosfamida postrasplante como método para tolerar trasplantes con donantes parcialmente compatibles. Este enfoque, desarrollado en la última década, consiste en administrar dosis altas de ciclofosfamida unos días después del trasplante, eliminando preferentemente las células T aloreactivas que causan EICH. Sorprendentemente, esta técnica logró controlar la EICH incluso en trasplantes haploidénticos (es decir, de donantes familiares con mitad de los HLA iguales)​, permitiendo ampliar el espectro de donantes. Hoy en día, casi cualquier paciente tiene al menos un donante posible, ya sea un familiar haploidéntico (padre, hijo o hermano) o una unidad de cordón compatible, gracias a estas innovaciones. Esto ha sido vital para pacientes de minorías étnicas, que históricamente tenían menos probabilidades de encontrar un donante 100% compatible en los registros internacionales​.

Otro desafío permanente son las infecciones y toxicidades asociadas al trasplante. El régimen de acondicionamiento (quimioterapia/radiación) y la inmunosupresión dejan al paciente vulnerable a infecciones oportunistas por varios meses. En respuesta, se ha desarrollado un campo entero de soporte al trasplante: mejores antibióticos, antifúngicos y antivirales profilácticos, factores de crecimiento para acelerar la recuperación de glóbulos blancos, y cuidados en unidades de aislamiento que hoy son estándar. Estas medidas de soporte han reducido drásticamente la mortalidad por infección en comparación con los primeros años de la historia del TCMH​. También se han implementado terapias de reemplazo, como las infusiones de inmunoglobulinas, para ayudar al paciente hasta que su nuevo sistema inmune funcione óptimamente.

La recaída de la enfermedad de base después del trasplante sigue siendo un problema en las patologías malignas. Aunque el efecto injertado contra tumor existe, no siempre es suficiente para eliminar todas las células cancerosas. Por ello, en años recientes se trabaja en potenciar la acción antileucemia del injerto: se ha refinado la práctica de las infusiones de linfocitos del donante (DLI, por sus siglas en inglés) administrándolas de forma escalonada cuando hay indicios moleculares de recaída, y se exploran nuevas inmunoterapias postrasplante. Paradójicamente, la disminución de la EICH con enfoques modernos ha revelado que, al bajar demasiado las defensas del injerto, puede aumentar el riesgo de recaída​. El desafío es encontrar el equilibrio entre tolerancia y efecto antitumoral.

Entre los desarrollos técnicos recientes destaca el auge de los trasplantes de intensidad reducida o “mini trasplantes”. Se trata de procedimientos en los que se usa un acondicionamiento menos agresivo (dosis más bajas de quimioterapia o radiación), lo suficiente para lograr injerto, pero no para eliminar por completo la médula del paciente​. La idea es dejar que el efecto inmune del injerto termine el trabajo contra la enfermedad. Esto ha permitido trasplantar con éxito a pacientes de mayor edad o con comorbilidades, quienes antes no tolerarían un trasplante convencional. Por ejemplo, pacientes con leucemia mieloide aguda de 65 o 70 años, que antes no eran candidatos, hoy pueden recibir un “mini trasplante” y beneficiarse del efecto injerto-contra-leucemia con mucha menos toxicidad inicial. Esta estrategia ha extendido la disponibilidad del trasplante a poblaciones antes excluidas, convirtiéndolo en una opción incluso para personas de la tercera edad seleccionadas.

Finalmente, quizás el avance más emocionante sea la convergencia del trasplante con la terapia génica. Actualmente, se están usando células madre hematopoyéticas del propio paciente como vehículo para curar enfermedades genéticas mediante modificación en laboratorio. En 2000, un equipo francés corrigió por primera vez el defecto genético en las células madre de niños con “niño burbuja” (deficiencia de ADA-SCID) y reintrodujo esas células, logrando reconstituir su sistema inmune sin un donante externo. Desde entonces, se han desarrollado varias terapias génicas ex vivo: por ejemplo, en 2022 Europa aprobó una terapia génica para la betatalasemia y en 2024 la FDA aprobó la primera terapia génica con células madre hematopoyéticas para leucodistrofia metacromática​. En este tratamiento, las propias células madre del paciente son extraídas, genéticamente modificadas para corregir el gen defectuoso, y luego infundidas de nuevo – esencialmente un trasplante autólogo pero con células “reparadas”​. Esto representa la unión de dos grandes sueños de la medicina: el trasplante celular y la ingeniería genética, abriendo la puerta a curar enfermedades hereditarias sin necesidad de un donante. Del mismo modo, técnicas de edición genética como CRISPR están en desarrollo para editar células madre y tratar condiciones como la anemia falciforme de manera curativa.

Tras más de seis décadas de evolución, el trasplante de células madre hematopoyéticas se ha transformado de un acto experimental temerario a un procedimiento clínico de rutina que ha salvado cientos de miles de vidas. Su historia es un relato de perseverancia científica y valentía clínica: desde los primeros ensayos con ratones radiados en los 50, pasando por el tesón de Thomas y Mathé frente a repetidos fracasos, hasta los pacientes pioneros que arriesgaron todo por una posibilidad de cura. Cada descubrimiento –el HLA, la profilaxis de EICH, los registros de donantes, la sangre de cordón, los trasplantes haploidénticos– fue como una pieza de un rompecabezas que finalmente nos muestra una imagen sorprendente: podemos rehacer el sistema sanguíneo humano para vencer enfermedades letales. Y aunque aún quedan piezas por encajar (como vencer definitivamente la EICH y las recaídas), la trayectoria hasta ahora indica que los retos serán superados. En palabras del propio E. Donnall Thomas, “no rechazamos nuestra visión, sino que la mejoramos” – y así, el trasplante de células madre continúa escribiendo capítulos, combinando la ciencia y la esperanza en una de las historias más notables de la medicina moderna​.

Bibliografía

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