En pleno siglo XXI, el mexicano continúa arrastrando un complejo de inferioridad profundamente arraigado que lo lleva a rechazar su propia cultura, sus raíces indígenas y su identidad nacional. Este fenómeno no es nuevo, pero sí se ha intensificado con la globalización y el auge del internet, donde hoy se busca la validación de la identidad mexicana a través de ojos extranjeros.
Desde la era dorada del cine estadounidense, con sus representaciones estereotipadas y despectivas de México —como un país árido, lleno de delincuentes, perezosos o “narcoclichés”—, se ha vendido la idea de que lo ajeno, especialmente lo estadounidense, es sinónimo de éxito, modernidad y prestigio. Películas como Rocky o En busca de la felicidad instauraron la noción de que, si te esfuerzas lo suficiente en Estados Unidos, puedes lograrlo todo. Pero ¿qué pasa cuando ese mismo esfuerzo se hace en México? La narrativa cambia: ya no hay esperanza, solo frustración.
Con la llegada del internet, muchos pensaron que las barreras culturales desaparecerían. En cambio, surgieron fenómenos que revelaron heridas más profundas. Los canales de reacciones —que comenzaron con doblajes de series como Dragon Ball— evolucionaron hacia contenido más centrado en la cultura mexicana. Extranjeros reaccionando a tacos, mariachis, bailes tradicionales o palabras en español conquistaron el corazón del público mexicano. ¿Por qué? Porque el mexicano, sintiéndose avergonzado de lo propio, encuentra consuelo en que alguien “más desarrollado” le diga que su cultura vale la pena.
Sin embargo, esta validación externa tiene un patrón: proviene casi exclusivamente de países del primer mundo. Cuando la reacción viene de un país en condiciones similares o inferiores, no genera el mismo impacto. Es como si el elogio solo valiera si viene “de arriba”.
Ejemplos como el de la youtuber rusa Ale Ivanova muestran hasta qué punto se explota esta necesidad de aceptación. Su canal creció exponencialmente al alabar a México y criticar a su país natal, Rusia. Pero cuando se supo que su pareja era rusa y no mexicana, la misma audiencia que la encumbró, la canceló. La coherencia era lo de menos; lo importante era sentirse especial, deseado, elegido por alguien “mejor”.
Esta necesidad de validación ha sido tan normalizada que medios como El Imparcial, Milenio o El Heraldo ahora publican notas sobre extranjeros que “descubren” México como si se tratara de un hallazgo arqueológico. El algoritmo lo sabe, los creadores de contenido lo saben, y el negocio es redondo: mientras más reacciones positivas, más vistas, más anuncios, más dinero.
El problema no es que se hable bien de México. El problema es que muchos mexicanos solo empiezan a valorar su cultura cuando alguien de fuera —y mejor posicionado— les dice que deben hacerlo. Ejemplos como Coco o Roma son paradigmáticos: festividades y rostros que eran motivo de burla o desprecio se volvieron motivo de orgullo solo después de ser validados por Hollywood o premiados por la crítica internacional.
En el fondo, todo esto refleja una verdad dolorosa: el mexicano promedio aún no ha sanado su relación con su identidad. Sigue viendo lo indígena como sinónimo de atraso, mientras idealiza lo extranjero como símbolo de éxito. Esta contradicción lo fragmenta culturalmente y lo convierte en un espectador de su propia historia, esperando que alguien más la valore para empezar a hacerlo él mismo.
Hasta que el mexicano no se reconcilie con su pasado, con sus raíces, con su historia, seguirá atrapado en este ciclo de dependencia emocional. Seguirá esperando un “like” internacional para sentirse digno. Y mientras eso no cambie, la identidad mexicana continuará siendo frágil, inestable y fácil de explotar.