«En efecto, el concepto que señala la más radical diferencia cualitativa entre el cristianismo y el paganismo es el del pecado, la doctrina del pecado.»
—Søren Kierkegaard, La enfermedad mortal, pp. 118.
Saludos nuevamente a nuestros lectores. Como prometimos, continuamos con la serie de artículos escritos con la intención de brindar una guía básica e introductoria al pensamiento de Søren Kierkegaard. En el último de los escritos trazamos una línea temática que sugería abordar un conjunto de conceptos fundamentales dentro de la filosofía de Kierkegaard. A continuación, siendo congruentes con lo dispuesto, les presentamos un escrito relativo a la exposición de uno de dichos conceptos, esperando que sea de su agrado y que cumpla el propósito de darles un panorama más amplio y claro de la obra de nuestro querido autor danés.
El pensamiento religioso es caracterizado frecuentemente por una visión escatológica, una suerte de “narración épica” personal: el individuo es colocado en el mundo con el propósito de ser tentado a modo de que pueda ir superando ciertas pruebas que le irán surgiendo a lo largo del trayecto de la vida a la muerte. Si efectivamente logra llegar “victorioso” habiendo allanado las dificultades durante su camino, entonces será merecedor de una recompensa, usualmente de ultratumba; pero, sí, por el contrario, no logra resistir las múltiples tentaciones que se le presentaron, será acreedor de un castigo. El cómo de esta narración, el qué de los premios y castigos, y la esencia de lo divino son los rasgos que matizan las diferentes religiones.
En términos generales, si partimos de la escatología particular de cada religión, podremos identificar cierto planteamiento ético que conlleva una significación igual de particular del bien y del mal. Haciendo una observación más aguda, veremos que esta significación deriva de la relación necesaria entre los actos de conducta del individuo, sus consecuencias y lo esperado escatológicamente de este. Si dichos actos se corresponden con aquello esperado, entonces podemos decir que “se ha hecho el bien” y que la consecuencia es ser acreedores de una recompensa; si, en cambio, no se logra actuar conforme a lo esperado, la consecuencia necesaria será recibir un castigo a causa de lo que se dice “haber obrado mal”. Bien y mal se definen, entonces, por medio de esta correspondencia entre los actos individuales y el pronóstico del plan divino. De la forma anterior, se vuelve notorio cómo estos valores morales se equivalen con los conceptos de error y acierto: errar, concordaría con la condena —a cierto castigo— y acertar con el premio —de recibir una recompensa—; ambos se vuelven valores relativos a los actos de conducta del individuo. Hacer el bien será “acertar”, conducirse dentro de los márgenes de lo esperado, y hacer el mal “errar”, es decir, desviarse de dichos márgenes previamente dispuestos dentro de la trama divina. Con la palabra pecado es que se suela referir a esta concepción escatológica del mal; errar, por lo tanto, puede ser intercambiable por la palabra “pecar”, de la misma manera en que la palabra mal puede serlo por la palabra “pecado”. Con el concepto de pecado, el pensamiento religioso amalgama la ética y la escatología. El pecado, dentro de sus implicaciones religiosas, significa, entonces, un errar del propósito divino y todo lo que eso conlleva: el meritorio castigo de ultratumba.
Entre las distintas corrientes religiosas, una de las que ha hecho más énfasis respecto la interpretación escatológica del mal, es la judío-cristiana. En particular, el cristianismo, con su doctrina del pecado original, ha podido perpetuar esta visión ético-escatológica del mundo. Kierkegaard, quien mostró particular interés en esta doctrina al punto de verla como “decisiva” dentro del pensamiento cristiano, la considera, incluso, como la más esencial y original del cristianismo, aquella por la cual es que se distingue de las demás religiones. Veamos entonces cómo es que concibe Kierkegaard el pecado dentro del cristianismo y por qué es, a su criterio, una de las doctrinas medulares de esta religión, y también por qué es que se vuelve tan relevante dentro del pensamiento de su filosofía.
La doctrina del pecado no es exclusiva del cristianismo, como ya dijimos, y esto es algo que Kierkegaard llega a reconocer. En el pensamiento griego se llegó a singularizar una noción del pecado a partir de la composición teatral. Ya Aristóteles hablaba de ello dentro de su Poética en su exposición acerca de las partes esenciales de la tragedia, donde, en su definición de esta, nos dice:
«Es, pues, la tragedia imitación de una acción esforzada y compleja (…) actuando los personajes y no mediante relato, y que mediante compasión y temor lleva a cabo la purgación de tales afecciones (…) El más importante [de sus elementos constitutivos] es la estructuración de los hechos; porque la tragedia es imitación, no de personas, sino de una acción y de una vida, y la felicidad y la infelicidad están en la acción, y el fin es una acción no una cualidad (…) Además, sin acción no puede haber tragedia.»
(Aristóteles, 402-403 1449b24-28, 1450a15-19, 24)
Como vemos, según la percepción aristotélica, la tragedia debe inspirar ciertas sensaciones, de entre las cuales una de ellas, el terror, genera una especie de repulsa dentro del público, valiéndose de los actos de los personajes: “Además, también el infortunio y la desdicha dependerán de tales acciones” (Poética, 410 1452b2), añade Aristóteles.
Ya desde la tragedia griega hay una narración que propone una conexión necesaria entre actos y consecuencias, de modo que:
«Necesariamente, pues, una buena fábula [parte argumental de la tragedia] (…) no ha de pasar de la desdicha a la dicha, sino, al contrario, de la dicha a la desdicha; no por maldad, sino por un gran yerro, o de un hombre cuál se ha dicho [antes mencionaba Aristóteles un personaje intermedio que no sobresale por su virtud y justicia, pero que tampoco es desdichado por bajeza o maldad], o de uno mejor antes que peor.»
(Aristóteles, Ibid 413 1453a12-16)
A través de estas observaciones, tenemos un vestigio de cómo la cultura griega se representaba a partir de la tragedia, una visión escatológica del mundo que relacionaba los actos, la maldad y el errar en un solo relato. Pero el yerro, el “errar” al que hizo alusión Aristóteles, no es concebido en el mismo sentido por el cristianismo, y ni siquiera tiene la misma connotación moral que sí adopta en este último. En una nota al pie que hace Rudolf Kassel a la Poética, aclara que hamartía (yerro) no hace alusión a la maldad, sino a la ignorancia, y que esta conlleva como consecuencia del que la padece su sufrimiento. (Aristóteles, 412, nota 74) Esta distinción etimológica la comparte Kierkegaard y será desde la que partirá para establecer las particularidades entre las visiones griegas y cristianas respecto al pecado.
Por tanto, ¿qué categoría le falta a Sócrates en su definición del pecado? Le falta la categoría de la voluntad, del desafío. La intelectualidad griega era demasiado feliz, demasiado ingenua, demasiado estética, demasiado irónica, demasiado ingeniosa —en una palabra, demasiado pecadora, en cierto sentido— como para que le entrase en la cabeza que alguien dejara de hacer el bien a sabiendas, o que a sabiendas de lo que era justo cometiese una injusticia. El helenismo establece un imperativo categórico intelectual.
(Kierkegaard, La enfermedad 118)
Debido a que la recompensa o el castigo dentro de la narración trágica son alcanzadas en vida, se termina por volver complicado el dilucidar el rasgo escatológico dentro de lo griego. El recurso a esta especie de relato, si bien supone inspirar ciertos sentimientos, eventualmente los mismos terminan por jugarle en su contra. La tragedia griega al carecer de un elemento escatológico explícito, y al tener como propósito suscitar un tipo de sensaciones dentro de sus espectadores, ella, como narración lírica, termina por ser más una composición de orden estética que una de orden moral; claro que aun cuando en última instancia sus intenciones sean las de culminar en “sentimientos morales”, esta puede pasar rápidamente a ser un mero relato estético conformado para el agrado y complacencia sentimental del público. (cfr. Aristóteles, Poética 414 1453b9-14) Todo lo contrario pasa en el caso del cristianismo donde la doctrina del pecado original, según Kierkegaard, es absoluta y radical, conduciendo al individuo hacia una consideración de orden ético-religiosa que confronta profundamente toda su vida, orillándole a ser consecuente; verdaderamente, esta doctrina está completamente encaminada a conflictuar al individuo, posicionándolo dentro de un destino ético-escatológico del que depende toda su vida.
En el helenismo, ese morir se concibe intelectualmente, es decir, de modo puramente intelectual, en lo cual se reconoce enseguida el despreocupado pelagianismo de los paganos.
(Kierkegaard, Concepto de ironía 136)
La diferencia más notoria a criterio de Kierkegaard entre una concepción del pecado y la otra, es que la perspectiva griega es sugerentemente pelagiana, es decir, se opone a una consideración positiva del pecado y niega por completo la doctrina del pecado original. Para la cultura griega el pecado consistía en una ignorancia estético-intelectual, mientras que dentro del cristianismo el pecado es visto como una condición moral y actual del individuo. En palabras cortas: una es una perspectiva completamente negativa, privativa, y la otra positiva, activa. Mientras el pecado dentro del pensamiento griego se exhibe como negatividad al postular que hay algo que se ignora, algo que se desconoce, que no se tiene; para el cristianismo, toda la positividad del pecado se expresa en la necesidad de rechazarlo directamente y de “morir a él” en un momento decisivo. Dentro de la perspectiva griega se está en pecado, más no se es pecador, mientras que para el cristianismo se está en pecado, pero porque primeramente se es pecador. En el Antiguo Testamento leemos: “Que abandone el malvado su camino, y el perverso sus pensamientos. Que se vuelva al Señor, a nuestro Dios, que es generoso para perdonar, y de él recibirá misericordia” (Isaías 55:7). El pecado es visto como yerro dentro del cristianismo, pero percibido de forma positiva como algo que uno ya padece porque lo somos con anterioridad. La maldad y el pecado son, por lo tanto, condiciones que “se es”, no condiciones que sugieren un tipo de privación de algo que no se tiene (v.g. he asesinado porque desconozco el valor de la vida; he mentido porque no estoy en posesión de la verdad).
Por un lado, en el cristianismo, aquello a lo cual hay que morir se concibe en su positividad como pecado, como un reino que se proclama vigente, y con extrema evidencia, solo en aquel a quien sus leyes hace gemir; por el otro lado, aquello a lo que hay que nacer y resucitar se concibe de manera igualmente positiva.
(Kierkegaard, Concepto de ironía 136)
Contestando a la pregunta cardinal del pensamiento kierkegaardiano que habíamos hecho en el artículo anterior, ¿qué significa ser cristiano?, ¿Cómo se llega a serlo? Se necesita primordialmente renunciar al pecado, renacer ante él, y para ello, primero es necesario ser consciente de la doctrina del pecado original, es decir, reconocer de que uno es un pecador irremediablemente. Es por esto mismo que cobra tal importancia la doctrina del pecado original en Kierkegaard; y claramente vemos por qué: solo el cristianismo postula la condición positiva y radical del pecado en su propuesta escatológica del pecado original. En el Nuevo Testamento encontramos el siguiente pasaje: “Porque la paga del pecado es muerte, más la dádiva de Dios es la vida eterna en Cristo, Jesús, Señor nuestro.” (Romanos 6: 23) Por medio de este versículo podemos apreciar el relato ético-escatológico del cristianismo que une la doctrina del pecado original con la necesidad de un castigo de ultratumba y el sentido máximo del cristianismo, la redención por Cristo Jesús.
En su obra Migajas filosóficas, firmada con el pseudónimo de Johannes Climacus, Kierkegaard hace un ejercicio comparativo y retórico a partir del cual equipara la doctrina del pecado original con la teoría socrática de la reminiscencia; escribe: “El maestro es Dios mismo quien, actuando como ocasión, consigue que el discípulo recuerde que es la no-verdad y la causa de la propia culpa. ¿Cómo podríamos llamar a ese estado de ser la no-verdad y serlo por culpa propia? Llamémosle pecado.”(32)
Decíamos que el pensamiento religioso griego consistía en proponer una perspectiva intelectual y negativa del pecado. Pero, a partir de la teoría socrática de la reminiscencia, se llega inevitablemente a una contradicción que Kierkegaard problematiza con la pregunta que introduce la primera parte de su obra Migajas filosóficas: ¿Hasta qué punto puede aprenderse la verdad? (27) Si la cuestión es decisiva, es decir, si antes de cuestionarnos desconocemos la verdad, encontrándonos así en un estado de ignorancia previa a tal pregunta, y después de cuestionarnos, y habiendo hallado la respuesta, en el estado opuesto de conocimiento, en posesión de la verdad, ¿cómo podemos solucionar la duda hecha partiendo de una postura negativa (privativa) del pecado tomando en cuenta la teoría de la reminiscencia, si ni siquiera nos encontramos en un estado necesario de poseer la verdad para simplemente “recordarla” —puesto que nuestro supuesto estado actual es de ignorancia, es decir, de privación del conocimiento, desprovistos de la verdad–?, ¿cómo podemos imaginar que ignoramos la verdad?, ¿cómo podemos saber incluso qué es lo que hemos de recordar, lo que buscamos, aquello que ignoramos?; ¿cómo podremos siquiera plantearnos la cuestión? Desde la dialéctica socrática es que Kierkegaard responde provisionalmente la pregunta; pero ironizando al respecto, reduce al absurdo el planteamiento de la siguiente manera:
«Si el maestro tuvo que ser la ocasión para que el discípulo rememorara [teoría de la reminiscencia], entonces no puede contribuir ahora a que este recuerde que en realidad ya conocía la verdad, puesto que el discípulo es la no-verdad [estado privativo de ignorancia]. El maestro puede convertirse en ocasión para que aquel recuerde que es la no-verdad. Pero con ese convencimiento el discípulo estará más excluido de la verdad que cuando ignoraba que era la no-verdad.»
(Ibid 31)
Si lo único que nos revela el maestro Sócrates es que nos encontramos en desposesión de la verdad, ignorantes, esto tiene que traducirse a que allá fuera de nosotros hay algo que no solo no conocemos ni poseemos, sino que además no somos; se nos revela inmediatamente aquello que somos en relación negativa con lo que desconocemos, la no-verdad. Ahora, como lo único que podemos saber es que somos la no-verdad, nos será más evidente que hay algo que no somos, que desconocemos. Esto solo encrudece nuestra condición de ignorancia, reafirmando en nosotros ese estado en el que ya no solo estamos, sino que ahora también somos. Aunque hayamos de desconocer el “ser” al no serlo, al ser el “no-ser”, la no-verdad, este tránsito solamente es artificial, puesto que este no-ser sigue siendo negativo, privativo, no positivo, como en el caso del pecado dentro del cristianismo. A las refutaciones contra la teoría de la reminiscencia y la dialéctica socráticas también podemos añadir el argumento ad infinitum siguiente: ¿quién fue el maestro de Sócrates?, y a la vez ¿quién fue el maestro de su maestro?, y ¿quién fue el maestro de este enésimo maestro?; ¿quién colocó en mi maestro el conocimiento de no ser la verdad?, ¿quién la colocó en su maestro?, ¿quién en el enésimo maestro?, y así hasta el infinito. Para Kierkegaard, la doctrina del pecado griega presenta esta dificultad que ni aun la teoría socrática de la reminiscencia puede enmendar. Si uno comprende el pecado, este errar escatológico, como una mera privación intelectual de la verdad (ignorancia), es imposible que alguien pueda siquiera reflexionar en ello, ya que se encuentra, precisamente, en ignorancia. En este sentido, el pecado no es más que un recurso artificioso que mueve a sentimientos estéticos desde el teatro a toda la cultura griega, pero no confronta éticamente al sujeto.
En sus Migajas continúa más adelante contrastando y equiparando la doctrina del pecado original con la teoría socrática de la reminiscencia, y escribe: “El maestro es Dios mismo quien, actuando como ocasión, consigue que el discípulo recuerde que es la no-verdad y la causa de la propia culpa. ¿Cómo podríamos llamar a ese estado de ser la no-verdad y serlo por culpa propia? Llamémosle pecado.” (32) De esta manera resuelve la complicación apelando al cristianismo, introduciendo la doctrina del pecado original. Si Dios, en este rol dialéctico de maestro, es al mismo tiempo la ocasión primera para el conocimiento del pecado —y la solución a este, tal y como lo vimos en los pasajes bíblicos—, entonces la pregunta hecha al comienzo de Migajas encuentra una solución no trivial. Aquí es donde se encuentra de forma ejemplar aquella distinción decisiva entre el cristianismo y las otras religiones respecto la doctrina escatológica del pecado. De esta manera se singulariza el pensamiento religioso en el cristianismo y su doctrina del pecado original; tan es así que por esta misma razón cobra gran relevancia dentro del pensamiento kierkegaardiano, pues dicha doctrina representa la esencia toda del cristianismo, y es a partir de ella que puede comenzarse a inquirir en la pregunta, ¿cómo es posible ser cristiano? También, será desde esta doctrina del pecado, que ante la suscitada complicación que se hallaba en la perspectiva griega, lograremos salir avante.
La doctrina del pecado original representa el punto de partida desde el cual deberá comenzar toda persona que se haga aquella pregunta cardinal de manera genuina y decisiva, es decir, cuestionando con toda la potencia y consecuencias ético-escatológicas necesarias; la superación del pecado, lo que denominamos como “morir a él”, constituirá la parte consecuente, un momento enlazado inmediata y necesariamente con el anterior momento de revelación, mediante el instante de fe. Toda esta dinámica psicológica será el tema de los libros que continuarán a Migajas Filosóficas… y también el de los siguientes artículos de nuestra serie introductoria al pensamiento del filósofo danés.
Agradecemos a los lectores por su tiempo. Esperamos que este artículo haya sido estimulante y de su agrado. Hasta la siguiente entrega.
Referencias y Fuentes bibliográficas:
- Aristóteles, Poética, trad. Valentín García Yebra, México, RBA Editores, 2024.
- Kierkegaard, La enfermedad mortal, trad. Demetrio Gutiérrez Rivero, Madrid, Editorial Trotta, 2008.
- ” Migajas filosóficas o un poco de filosofía, trad. Rafael Larrañeta, 5ta. ed., Madrid, Editorial Trotta, 2007.
- ” Sobre el concepto de ironía, trad. Darío Gonzales, 2da. Ed., Madrid, Editorial Trotta, 2006.